RETRODEZCAN

Este imperativo es del todo incorrecto pero me resulta más contundente que el original RETROCEDAN. Por lo tanto, si la Real Academia de la Lengua Española me lo permite, desde hoy en adelante haré uso exclusivo de él.
Con RETRODEZCAN pretendo dar a conocer parte de mi obra pictórica, escultórica, fotográfica y, en menor proporción, literaria y, a la vez, mantener una corriente de opinión sobre los acontecimientos de naturaleza artística de hoy día.
Espero que tomeis la sabia decisión de manteneros a una distancia prudencial de mis opiniones aquí vertidas que no siempre tienen por que ser del agrado de la mayoría; ¿o, sí?

domingo, 4 de enero de 2009

EL CADILLAC y José Carlos, el pintor

Del Cadillac de José Carlos no conservo ninguna foto. Solo he encontrado esta en la que aparece el pintor con su "MORGAN" durante el transcurso de unos carnavales en el Puerto de la Cruz.
La crónica que cito a continuación tiene su origen en una anécdota acontecida durante un traslado a casa por parte de José Carlos en su flamante Cadillac.

Yo observaba aquel firmamento que se desplazaba lentamente sobre mi cabeza sin llegar a creer que aquellos miles de puntos brillantes que ahora contemplaba correspondieran a la luz desprendida de las estrellas viajando hacia nosotros a gran velocidad. Mas bién me parecían diminutos orificios practicados en la gran bóveda celeste a través de los cuales se filtraba la intensa luz del otro lado; del lado que se supone debía estar la Gloria.

Esta curiosa impresión la arrastraba desde que, siendo muy niño, solía acudir por Navidad a la Clínica de San Juán de Dios en Vista Bella con la única ilusión puesta en presenciar el enorme y hermosísimo espectáculo que constituía el Belén que, como cada año, los hermanos construían exprofeso para complacencia de todos los niños de Tenerife. Cuando en el Belén anochecía, yo quedaba boquiabierto al contemplar, como me ocurría ahora, aquel firmamento cuajado de cientos de diminutas y rutilantes estrellitas parpadeando en la oscuridad. Lamentablamente, habiendo ya alcanzado los diez años de edad y en vista de que yo continuaba sin lograr salír de mi propio asombro ante tamaño milagro, un desalmado adulto de la Cuesta se atrevió a desvelarme el gran secreto mejor guardado de la orden. Me confesó sin el menor escrúpulo que los hermanos de S. Juán de Dios, con el propósito de conseguir aquella telúrica mágia y sorprender a los inocentes como yo, solian practicar una numerosa serie de agujeritos diseminados por toda la superficie de la bóveda celeste construida a tal fín y que merced a la gran iluminación ejecutada al otro lado del cielo, donde siempre supuse que debía encontrarse la Gloria, su nítido resplandor se filtraba impune a través de ellos, convertidos ya en falsas estrellas, ocasionandome entonces la misma sensación celestial como la que ahora me embargaba, mientras mi cabeza reposaba blandamente en el respaldo del Cadillac que, conducido por José Carlos, circulaba lentamente y en silencio en dirección a La Orotava a través de la oscura carretera del Botánico. Junto a mí viajaba Carmen quién, a medida que yo le iba confiando mis impresiones durante el trayecto, continuaba escudriñando, con la vista fija en el firmamento, las razones de tanto entusiasmo por mi parte.

Los faros barrían las sombras sobre el asfalto y el cielo, que corría en dirección contraria al Cadillac, fue perdiendo velocidad por momentos hasta detenerse completamente al tiempo que el propio gran automóvil. José Carlos giró entonces la cabeza y mirándonos por encima de la montura de sus gafas, con un mohín de asombro en su rostro, exclamó lo que ya Carmen y yo nos temíamos:

-Nos hemos quedado sin gasolina.

Habíamos rebasado ya Las Arenas y dejado atrás la conocida gasolinera. Nos encontrábamos detenidos en medio de la noche y en una estrecha y empinada carretera que conducía al Restaurante La Playita, cerca del cual se encontraba nuestro domicilio, una gran casa de campo alquilada, perteneciente a una rica familia de la alta burguesía de la Orotava y que compartíamos con Lelo Camacho y su esposa Nuria.

El Cadillac era más largo que el ancho de la empinada carretera con lo cual ni siquiera empujando podíamos haberle hecho cambiar de sentido tal y como hubiera sido nuestro deseo y orientarlo cuesta abajo para que, aunque fuera con su propia inercia y en punto muerto, haber podido alcanzar sin grandes dificultades la gasolinera de Las Arenas.

De la misma forma que José Carlos se ofreciera para llevarnos amablemente a casa a bordo de tan magnífico automóvil, se ofrecería asímismo a desplazarse a pie hasta la gasolinera en busca de combustible mientras Carmen y yo nos quedaríamos al cuidado del precioso Cadillac

Llegó el momento de las reflexiones y mi mujer y yo estuvimos completamente de acuerdo en que, en ese sentido, un Cadillac no se diferenciaba en absoluto de un 600. Ámbos necesitaban el mismo combustible para ponerse en marcha con la única salvedad de que habiéndose tratado de un vehículo más pequeño hubiéramos conseguido lo que con el Cadillac resultó imposible: orientarlo cuesta abajo

¿Para qué buscar la Gloria más allá de las estrellas si ya José Carlos nos había concedido el privilegio de viajar en una vieja Gloria de la automoción, en un Cadillac rosa y a azul de los años 50 como aquel que se había detenido por falta de combustible en una empinada carretera de la Orotava?.

Durante su ausencia, Carmen y yo especulamos sobre nuestro futuro, sobre su embarazo y nuestro primer hijo que resultaría ser una niña, Dácil. Coincidimos sobre la dicha de haber viajado, gracias a la generosidad de José Carlos, en un Cadillac automático y descapotable bajo un cielo oradado de agujeritos donde suponíamos que detrás se escondia la Gloria a la que creíamos tener también derecho , sobre todo en una noche tibia como aquella de primavera, en la que una suave brisa agitaba mansamente las enormes hojas de las plataneras, proyectando alargadas sombras móviles sobre la irregular superficie del camino mientras nosotros descansábamos esperando el regreso de José Carlos.

Casi una hora le llevó a José Carlos la ida y vuelta desde las Arenas pero finalmente regresó con un recipiente metálico repleto de gasolina con la que felizmente alimentó a su Cadillac bicolor, descapotable, de cuatro ruedas y automático para proseguir un viaje al que solo le restaban no más de cuatrocientos metros cuesta arriba.

A pesar de todo, Carmen y yo nunca olvidaremos aquella simpática anécdota nocturna a bordo de una Cadillac y cuyo auténtico protagonista no fue otro que el conocido pintor José Carlos quién, por intentar agradar como era siempre su deseo convertido ya en costumbre, resultó ser víctima de su propia desinteresada amabilidad al verse envuelto, por una falta de previsión por su parte, en este curioso incidente del que seguramente y a pesar del largo tiempo transcurrido no habrá conseguido nunca olvidar y que con toda probabilidad recordará con el mismo entusiamo con el que lo hacemos también nosotros ahora.




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