La elegante y educada señora entró en la panadería llevando en brazos a su diminuta mascota, un blanco e impoluto bichón maltés, de nombre Patxi. Trás solicitar la tanda esperó pacientemente su turno mientras le susurraba a su perro algo al oido. De pronto la joven dependienta reparó en ella y en un tono más bien de sorna dijo:
-Lo siento señora, pero no se admiten perros en este establecimiento.
-Perdón, señorita, -repondió de inmediato la señora sintiéndose expresamente aludida-, pero el perro no ha entrado solo, lo ha hecho conmigo, en brazos. En cualquier caso no he visto en la puerta ninguna advertencia al respecto.
-Me da igual, -contestó secante la desagradable dependienta.
_¿Sabías que muchos restaurantes de esta zona permiten a sus clientes entrar a comer con sus mascotas?, -intentó razonar con ella la clienta-.
-Pues hace Vd. muy bien en decírmelo porque jamás entraré en ninguno de esos tolerantes restaurantes, -le replicó la dependienta aparentando una larga y eficaz experiencia-.
-No es necesario que ni siquiera lo intentes, -le adviritió la señora-, porque, por lo que yo sé, a personas como tú sí que le tienen totalmente prohibida la entrada.
Seguidamente abandonó el local susrrándole a Patxi algo nuevo al oido.
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