Dobló, como si tal cosa, la aguda esquina de nuestra empinada calle y la violenta luz cenital de aquel tórrido verano canario bañó de golpe sus hombros y gran parte de los escasos salientes volúmenes de su grácil figura. Sobre su cabeza, sólo su cabello castaño y su frágil nariz recibían luz, sus discretos pechos, también iluminados, arrojaban espesas sombras hasta bien abajo del vientre y según andaba, sus muslos iban iluminándose alternativamente a cada paso. Andaba lentamente bajo el calor de mediodía, sólo cubierto el cuerpo por un vaporoso, sencillo y fresco vestido de fino lino blanco.
Yo la ví acercarse el primero pero no dije nada a los demás. Todos permanecíamos en silencio, sentados en el suelo, exhaustos por los juegos y el calor, apoyadas las espaldas en una pared revocada de cemento que seguramente nos marcaría la piel ya de por sí curtida por el salitre, los pies descalzos y las piernas estiradas cruzando la acera hasta el borde del pretil.
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De repente, los demás también se dieron cuenta de su presencia y todos a un tiempo recogimos las piernas para cederle parte de la acera. Ella declinó nuestra muda invitación con una grata sonrisa, reconfortándonos, además, con el suave aroma que desprendía a su paso la lavanda fresca que la envolvía mientras se alejaba lentamente calle abajo.
Enmudecidos, nos miramos mutuamente enarcando las cejas en señal de aprobación y recogiendo el calzado junto a la pared corrimos hasta la orilla del mar a lavarnos los sucios pies de los que seguramente nos habíamos avergonzado ante su presencia. Lo hicimos en un charco que reflejaba un trozo de cielo azul y que la marea había abandonado al retirarse. A lo lejos, mucho antes de la línea del horizonte, un blanco trasatlántico, posiblemente el Veracruz, navegaba perezosamente rumbo a Venezuela.
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