RETRODEZCAN

Este imperativo es del todo incorrecto pero me resulta más contundente que el original RETROCEDAN. Por lo tanto, si la Real Academia de la Lengua Española me lo permite, desde hoy en adelante haré uso exclusivo de él.
Con RETRODEZCAN pretendo dar a conocer parte de mi obra pictórica, escultórica, fotográfica y, en menor proporción, literaria y, a la vez, mantener una corriente de opinión sobre los acontecimientos de naturaleza artística de hoy día.
Espero que tomeis la sabia decisión de manteneros a una distancia prudencial de mis opiniones aquí vertidas que no siempre tienen por que ser del agrado de la mayoría; ¿o, sí?

Página 7 VALIJA DIPLOMÁTICA



   RELATO FICCIÓN SOBRE EL ACCIDENTE AÉREO OCURRIDO EN COLOMBIA



                                                 I

Para quiénes se hallasen próximos, el ruido hubiera resultado ensordecedor. En el fondo del valle, una joven pareja de campesinos había creído oír los motores de un avión volando bajo hasta que el brutal e inesperado  impacto del aparato en la cima de la cordillera llegó hasta ellos con suma nitidez aunque  amortiguado por la distancia que les salvaba y reverberado casi tres veces por el eco.

El marido calculó la distancia del supuesto accidente  por la cantidad de veces que el eco se había pronunciado; según sus cálculos, el siniestro se habría producido a unas seis horas de marcha a pie desde su humilde cabaña situada en las profundidades de aquel angosto valle.

Mientras su joven esposa preparaba unas mantas, algo de comida y agua para socorrer a los posibles heridos, su marido colocaba los arreos en el mulo que habría de transportar la intendencia hasta el lugar del siniestro con la sana intención de prestar ayuda a los supervivientes, si los hubiere. Aún no eran las nueve de la mañana cuando partieron montaña arriba a través de un peligroso sendero que apenas ellos mismos sí conocían pero que les  resultaría ser el más idóneo hasta llegar a la cima de la cordillera.

Al cabo de, aproximadamente, tres horas de lenta y penosa ascensión, cuando supuestamente habrían recorrido ya la mitad del camino que les separaría del avión siniestrado, advirtieron a lo lejos una oscura silueta que descendía lentamente, a trompicones, por la ladera de la montaña en dirección al valle desde donde ellos habían salido de mañana. Para entonces era ya mediodía.



La pareja aprovechó tal circunstancia para descansar un poco mientras el desconocido, a duras penas, se aproximaba hasta ellos visiblemente esperanzado. Sus ropas hechas girones y su penoso estado, hacían suponer, a pesar de conservar consigo el negro maletín desde que abandonara el lugar del suceso, que se trataba de un sobreviviente del lamentable accidente ocurrido. Según confesaría al llegar, el único sobreviviente del conjunto de pasajeros y tripulación de la aeronave ahora siniestrada.

El sol se encontraba ya en su cenit. Tras cubrirle la cabeza con un sombrero de paja, le proporcionaron algo de bebida y comida y arropándolo con una de las pesadas mantas que habían traído consigo le hicieron sentar un rato. Tras el breve descanso, le subieron a lomos del mulo y comenzaron el descenso hacia la vivienda en el fondo del valle donde recibiría cobijo y primeros auxilios hasta la llegada en su momento de los equipos de rescate. Le destinaron un viejo catre junto a la cocina, cerca del fuego, y el pasajero, bajo los efectos aún del schock sufrido, maltrecho y cansado, se quedó profundamente dormido al calor del hogar sin ni siquiera haberse desprendido del negro maletín que le había acompañado hasta allí.

Una vez se hubo dormido, la pareja se dirigió al cobertizo dónde, después de librarlo de sus arreos, abandonaron al mulo a su suerte ante una paca de heno fresco.

-Ese maletín debe contener algo muy valioso para que lo tenga asido todo el tiempo, pensaba  en voz alta el marido aunque dirigiéndose a su mujer.

-¿Tú crees? –respondió ella.

-Sí, -asintió el marido gravemente-.  Habrá que hacer algo si finalmente queremos salir de aquí para siempre.

-Y….. ¿Qué piensas hacer? –preguntó ella temiéndose la respuesta.

-No lo sé aún, pero lo que haya que hacer, –sentenció el marido-, ha de ser cuanto antes, antes de que los equipos de rescate localicen el lugar del siniestro y se presenten en la cima.

Silencio.

-Tú aguarda aquí, -inquirió de pronto el marido-, y sin pensarlo dos veces, salió del cobertizo, cruzó el patio de tierra y entró sigiloso en la cocina. El pasajero dormía profundamente pero los nudillos de su mano derecha blanqueaban por la presión ejercida sobre el asa del negro maletín que sostenía. Un maletín con el doble de profundidad que un maletín convencional. Atravesó la cocina hasta el dormitorio y regresó de nuevo con una gruesa almohada de matrimonio. Sin hacer el menor ruido, acercándose hasta la cabecera del catre, se dejó caer de improviso sobre el cuerpo dormido del hombre  con la almohada por delante, entre su pecho y el apacible rostro de su víctima que  bajo el peso del joven campesino apenas si pudo ni tuvo tiempo de reaccionar. El pasajero se agitaba con cierta dificultad sin poder librarse de la fuerte presión que ejercian sobre él. Tras unos cinco minutos de endeble forcejeo había fallecido. Su mano se abrió con lentitud y el maletín se deslizó  con suavidad sobre la manta hasta caer pesadamente contra el suelo de madera de la cocina.

Desde el cobertizo su mujer  oyó el golpe  y, de improviso, se presentó allí.

Haciendo caso omiso del muerto que aún continuaba tendido sobre el catre en decúbito supino con la almohada prensada sobre el rostro, la mujer consiguió por fin abrir el dichoso maletín. En su profundo interior aparecieron, como por encanto, cientos de fajos de billetes de quinientos euros que suponía una grandísima fortuna para alguien que como ellos nunca tuvieron nada.

-Hay que darse prisa, -dijo él-.  Apaña una funda grande de almohada, introduce en ella todos los fajos de billetes, átala por un extremo y escóndela bajo las tablas del piso de la cocina. Yo cargaré el cadáver junto al maletín sobre el mulo y partiré al amanecer hasta la cima donde los depositaré entre los restos del avión siniestrado. Espero que mientras tanto no aparezcan los servicios de rescate.

¿A qué horas volverás? –preguntó tímidamente la mujer.

-Entre ir y volver me llevará unas doce horas, -calculó el marido. Si salgo antes del amanecer, como tengo previsto, estaré de regreso sobre las seis de la tarde.

Con las primeras luces de un nuevo día, el campesino ya había cargado el mulo con el negro maletín y el cadáver envuelto en una manta. Desayunó antes de partir y se dispuso luego a iniciar el largo camino que les llevaría hasta la cima. Su mujer le saludó desde el porche mientras él se ponía en marcha tirando como siempre del mulo con  el   muerto y su maletín vacio a cuestas.

Llegaron cansados pero sin novedad alguna. En la cima el panorama resultaba visiblemente desolador. Por fortuna los cadáveres no habían entrado aún en descomposición y se respiraba el sano aire de la cordillera en medio de un silencio local dentro de otro silencio mucho más denso y algo más cósmico: el que proporciona la salvaje naturaleza a esa altitud. Decenas de cuerpos mutilados se hallaban esparcidos en doscientos metros a la redonda, maletas destripadas con las vísceras de algodón, lana, tela, cartón, etc.,  muchísimos zapatos de un solo pié,  trozos de plásticos de todos colores, botellas rotas, asientos desperdigados por doquier con algunos cadáveres sentados cómodamente todavía en ellos, reactores fracturados, el tren de aterrizaje reventado y cientos de piezas del aparato repartidas por la vasta superficie de la cima además de la mayor parte del fuselaje. Sólo una pequeña parte de él se conservaba en buen estado, con sus tres o cuatro ventanillas intactas y algunos asientos  en perfecto orden fijados en su interior.

Se dio prisa y depositó el cadáver junto a otro en cuyo costado se encontraba un mediano cojín de color azul. Junto al cojín dejó caer el maletín abierto y se alejó del lugar  a lomos de su mansa cabalgadura en dirección al profundo valle donde le aguardaría impaciente su mujer para cenar hoy en la modesta mesa de la cocina bajo cuyo suelo de tablas escondían la solución perfecta a un ansiado porvenir.





                                                 II



Sólo después de recobrado el conocimiento, al conseguir zafarse al fin del cinturón de seguridad que lo mantenía fijado al asiento en el único trozo de fuselaje que había quedado en perfecto estado tras el brutal impacto inicial, fue  cuando tomó verdadera conciencia de la gravedad de lo ocurrido. No pudo creer que fuera el único pasajero en haber    resultado ileso de tan aparatoso accidente.  Por fortuna, el combustible debió haberse agotado durante el vuelo, lo que habría evitado, para su suerte, el posterior incendio del aparato. Antes de salir al exterior, se tomó un tiempo prudencial para reflexionar y cerciorarse de que no habría sufrido ninguna fractura ni lesión de importancia que pudiera acarrearle consecuencias trágicas. No se molestó siquiera en buscar su equipaje de mano porque en esa situación lo encontraba del todo innecesario. Sus vestidos estaban hechos jirones pero comparado con la enorme fortuna que había tenido, aquello carecía de la menor importancia.

Una vez fuera, el panorama resultaba visiblemente desolador. Por fortuna, los cadáveres no habían entrado aún en descomposición y se respiraba el sano aire de la cordillera en medio de un silencio local dentro de otro silencio mayor  y cósmico: el que proporciona la salvaje naturaleza a esa altitud. Decenas de cuerpos mutilados se hallaban esparcidos en doscientos metros a la redonda, maletas destripadas con las vísceras de algodón, lana, tela, cartón, etc.,  muchísimos zapatos de un solo pié,  trozos de plásticos de todos colores, botellas rotas, asientos desperdigados por doquier con algunos cadáveres sentados cómodamente todavía en ellos, reactores fracturados, el tren de aterrizaje reventado y cientos de piezas del aparato repartidas por la vasta superficie de la cima además de la mayor parte del fuselaje. Sólo una pequeña parte de él se conservaba en buen estado, con sus tres o cuatro ventanillas intactas y algunos asientos en perfecto orden, entre ellos el suyo, que le preservaría de una muerte casi segura.

Reparó en alguien que agonizaba junto a unas rocas asido a un maletín negro de mayor profundidad que un maletín convencional al que, curiosamente, se aferraba con mayor tenacidad que a la propia vida. Se acercó en silencio y comprobó que aquel hombre, de unos cincuenta años, con múltiples fracturas abiertas en su cuerpo y traumatismo craneal severo, cuya mirada incolora parecía ver a través del cuerpo del visitante, balbucía algo que el pasajero ileso no lograba entender. El recién llegado creyó reconocer en su persona a un alto funcionario del gobierno de la nación: un embajador o un nuevo ministro quizás. Luego de arrebatarle  el maletín negro y lograr abrirlo sin dificultad,  en su profundo interior aparecieron como por encanto, aparte del título de VALIJA DIPLOMÁTICA que arrojaría entre los escombros,  cientos de fajos de billetes de quinientos euros, lo que suponía una grandísima fortuna para alguien que como él nunca tuvo nada. De pronto reparó en el cojín azul que se encontraba a su lado y tomándolo con decisión, convencido en conciencia de  ahorrarle el sufrimiento innecesario de la agonía, se lo aplicó  en la cara, presionando fuertemente de tal manera  con ambas manos  que al cabo de cinco minutos escasos había fallecido.

Antes de abandonar definitivamente el lugar, echó un vistazo alrededor para comprobar que nadie más, excepto él, continuaba aún con vida. Inició el descenso  no sin dificultad, exhausto, con el negro maletín siempre a cuestas y ante el temor de que los helicópteros de los equipos de rescate localizaran el paradero del aparato siniestrado. Al cabo de unas interminables tres horas de marcha atisbó, por fin, en la distancia a una joven pareja y su manso mulo que ascendían penosamente la cordillera con toda seguridad en su auxilio. Fue entonces cuando aliviado, mirando al cielo, pronunció estas sentidas palabras: ¡GRACIAS SEÑOR!. 





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