RETRODEZCAN

Este imperativo es del todo incorrecto pero me resulta más contundente que el original RETROCEDAN. Por lo tanto, si la Real Academia de la Lengua Española me lo permite, desde hoy en adelante haré uso exclusivo de él.
Con RETRODEZCAN pretendo dar a conocer parte de mi obra pictórica, escultórica, fotográfica y, en menor proporción, literaria y, a la vez, mantener una corriente de opinión sobre los acontecimientos de naturaleza artística de hoy día.
Espero que tomeis la sabia decisión de manteneros a una distancia prudencial de mis opiniones aquí vertidas que no siempre tienen por que ser del agrado de la mayoría; ¿o, sí?

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miércoles, 21 de mayo de 2008

EL ASCENSOR

El Ascensor








El frágil tejadillo de plástico en doble vertiente que cubre el patio de luces, deja filtrar, a esa hora del día, un suave resplandor ambarino que apenas si consigue iluminar los dos tercios del espacio sobre el que gravitan los pisos superiores del inmueble. Sobre el tercio inferior, entre la planta baja y el tercero, desdibujando sus contornos y ángulos, flota casi siempre un denso vaho azulado que, aún en época de estío, sume el patio en una profunda trizteza y desde dónde emerge, en este preciso instante, la cabina de reducidas dimensiones que, como crisálida metálica de exraño insecto, reptando perezozamente por la cara norte que limita el espacio, la conduce en un trayecto cotidiano, rutinario y lento, pero a velocidad siempre constante hacia la luz del mediodia. Su capacidad no para más de tres personas y un máximo de trescientos kilos de peso, no le impide sin embargo cumplir con su objetivo. Mientras asciende o desciende, según los casos, pueden los viajeros, desde su interior, percibir los ecos apagados de toda suerte de ruidos domésticos; unos lo són de expresión humana: explosiones de júbilo, toses de enfermos y/o jubilados, llantos de criaturas, lamentos de amas de casa o blasfemias y amenazas de supuestos maridos. Otros lo són de expresión mecánica: vibrar de viejas cañerías merced a la presión del agua liberada de sus entrañas a través de fregaderos y cisternas, centrifugados de viejas lavadoras automáticas o la insufrible verborrea, a cualquier hora del día, que producen concursos y culebrones de serie campando a lo ancho de las pantallas y emitidos por las distintas cadenas sintonizadas en los canales de los televisores. Si el espejo del panel del fondo, habitual por lo común en la mayoría de los ascensores fuera, en este caso, sustituido por una ventanilla de similares proporciones, cabría la posibilidad, no ya solo de escuchar sino, además, de poder contemplar, a través de ella durante el trayecto, el santuario de ropa recién lavada, permanentemente tendida, como tratando de ocultar a los ojos de cualquier viajero, los desconchados que produce la humedad en la pared opuesta dónde, obviamente, se abren, por pisos y a pares, las galerias de sus respectivos aunque nada respetables inquilinos.

continuará................

martes, 8 de abril de 2008

CANCIÓN DEL TIEMPO PERDIDO (cuento)
















Documento gráfico de la joven cristiana
Este cuento está estructurado como si de una partitura se tratara. Es decir: contiene un estribillo al que, en un momento dado, habrá que volver y leerlo de nuevo para pasar por último a CODA y FINAL. De ahí su título, CANCIÓN DEL TIEMPO PERDIDO
INTRODUCCIÓNCierto día en que me hallaba en la sacristía después de los oficios religiosos vespertinos, se presentó Crispín de improviso con la excusa de ponerme al corriente de algo muy importante que al parecer le había acontecido apenas hacía veinticuatro horas, -según dijo-.
Su talante tranquilo y relajado casi me obligó a invitarle a que tomara asiento frente a dónde yo ya me encontraba, y ante dos copas de vino del que por costumbre utilizo para la Santa Eucaristía, me dispuse a escucharle.
Inmediatamente después del primer trago, me espetó que regresaba del FUTURO; que regresaba de una dimensión dónde la mayoría de adolescentes seguían con sumo interés, cada semana, sus andanzas y correrías pero que, sin embargo, esos mismos adolescentes vivián y se comportaban de manera bien distinta a la suya.
Traté de que se explicara mejor pero antes de que lo hiciese, como más tarde lo hizo, creí conveniente advertirle que quizás formara todo parte de un sueño del que aún y pese al vino, no hubiera despertado.
En cualquier caso, traía consigo, al parecer, un muy valioso documento al que en aquella dimensión denominaban "gráfico" y que consistía en la "foto" de una bella y jóven cristiana sobre una satinada cartulina, cuya visión turbadora resultaba la prueba irrefutable de haber estado en aquel lugar.
Sea como fuere, lo que a continuación precede os lo cuento tal y como el jóven Crispín me lo contó y, al parecer, vivió.
Reverendo Zoilolobo. La Geltrú, Año MDXCIV
CAPITULO PRIMERO Y ÚNICO
Tan impasible como estoica, con abnegada resignación, la rana soportaba el peso del sapo estrechándola irremisiblemente contra el frío y duro borde metálico del fregadero sobre el que, con absoluta desgana, trataba de resistir.
Alternando pesados parpadeos con voluptuosas inflamaciones, ambos copulaban con esa viscosa característica tan propia de los batracios en celo. Entre inflamaciones y parpadeos, los intervalos producíanse cada vez más cortos lo que provocaba, sobre el frenético ritmo que de por sí ya sostenían, una tan desaforada como repentina agitación, máxime, al apercibirse de pronto el sapo......
ESTRIBILLO
......como desde el interior del enrejado escurridor de plástico, -confinado en inoxidable y húmedo silencio, aunque evidentemente hostil en su actitud-, manifestábase un frío y nutrido coro en el que, hasta entonces, no había siquiera reparado, pero cuyas airadas cucharillas, deslenguadas cucharas, enhiestos tenedores, severos cuchillos de afiladas intenciones, daban la impresión, y de hecho así era, de estar recriminándoles las licencias eróticas que los verdes amantes sostenían publicamente.
. . . . . . .(2ª. vez a CODA). . . . . . . . . . . . . .
Alarmados por ello, presos de un nerviosismo tan poco común como temerario al saberse sorprendidos cuando, en su excitación, los espasmos resultaban más violentos, perdieron con tan mala fortuna el equilibrio que, precipitándose sin remisión al vacio, zozobraron de tal manera que acabaron por desaparecer juntos bajo la espumosa superficie del agua que llenaba el fregadero.
Segundos más tarde, mientras aún abrazados emergían de nuevo a la superficie, una mano femenina cuya alianza despedía destellos dorados bajo el agua, hundíase silenciosa hasta las profundidades del fregadero para, -tirando violentamente del tapón del fondo,- desencadenar tal vorágine que la pareja, obligada ahora a girar hacia la fatídica vertiente, exángues ya para ganar a nado la orilla, acabó por desaparecer engullida por la boca de la profunda sima del desagüe.
.........ooOoo..........
Rescatándole de las profundas ensoñaciones en que el sopor de la siesta de aquel tórrido verano le había sumergido, el eco apagado de un inquietante trajín doméstico devolvía al joven Crispín a una tangible aunque no menos placentera realidad. Al entrechocar, los sonoros timbres que la loza y el duralex emitían, llegaban hasta sus oidos, ahora ya completamente despierto, con la discreta nitidez de una aparente llamada de atención; como anunciado presagio del que sabíase único destinatario.
Por entre las juntas de la persiana mal ajustada, la luz dibujaba contra la pared, frente a su cama, contrastadas con la penumbra de la habitación, una serie de estrechas paralelas que esta vez ni siquiera se molestó en contar, pese a ser su pasatiempo favorito al despertar.
Sus pupilas eligieron al azar un determinado diafragma permitiendole distinguir en la penumbra los contornos del escaso mobiliario que, sin embargo, no cesaba de arrojar profundas sombras hacia los rincones más apartados del dormitorio.
Fué entonces cuando evocó el ciclo de juegos eróticos que habían emprendido y que a lo largo del pasado invierno y ancho de sus impetuosas relaciones habían estado llevando a cabo con tanta profusión, especulando siempre con la posibilidad de alcanzar algún día a culminarlos, por cuanto las promesas arrancadas por el joven Crispín a su pareja, al abrigo de sus sospechas, tendían cuanto menos, como objetivo primordial, a la provocación de una líbido hasta hoy aletargada, con el solo propósito, en aras de un goce total, de descubrir recónditos y misteriosos placeres que, sin duda, la Naturaleza les tenía aún reservados.
Incorporándose, sentose parsimonioso en el borde de la cama, del lado que aguardaban, -sobre la alfombra,- sus zapatillas. Calzándoselas, se acercó luego hasta la percha y embutiendo su cuerpo desnudo en el viejo albornoz que le esperaba colgado, salió sigiloso a la luz de la sala, no sin antes ajustar del todo la persiana del dormitorio hasta matar de súbito la serie de luminosas paralelas que nunca llegó a contar. Deslizóse entonces, siempre en silencio, a través del pasillo hasta el umbral de la cocina para, desde allí, a hurtadillas, observar como la delicada figura de la joven cristiana, inclinada ligeramente sobre el borde del fregadero ultimaba, sin prisas, el enjuague de las frágiles piezas del menaje. Una cinta de raso azul, anudada y rematada en un diminuto lazo, manteníale el rizado y negro cabello graciosamente recogido sobre la nuca. La holgada blusita blanca que le cubría el torso dejaba, sin embargo, al descubierto una franja de sus doradas caderas desde donde arrancaban los numerosos y ceñidos pliegues verticales de la larga falda hasta sus tobillos. De manera fugaz, advirtió Crispín un detalle poco habitual en ella, insignificante si se quiere, por lo menos dentro de casa y que, sin embargo, el admitió no solo como síntoma inequívoco de coquetería femenina sino, además, como signo de una innata predisposición de caracter puramente sexual: sus diminutos pies calzaban, en aquel momento, unos zapatitos de raso, también azules, que rematados por unos finísimos y altos tacones, le conferían una desacostumbrada esbeltez, preconizada ex profeso, como reclamo.
No cabía la menor duda; es el momento, -pensó el joven para sí-.
Sin que ella lo advirtiera, tomando sumo cuidado en no ser descubierto, desandó el pasillo hasta la sala para introducirse de nuevo en la oscuridad del dormitorio. Buscó a tientas el borde de la cama hasta sentarse y sumirse, acto seguido, en una profunda reflexión erótica a propósito del fascinante embrujo que despertara en él aquella imagen que aún traía prendida de sus ardientes pupilas, fijada en lo más profundo de sus retinas. Alzando la vista hasta centrar la mirada en un punto indefinido del techo raso, trató de localizar allí lo que solo podría hallar, si se lo proponía, en el interior de su agitada psique. Y deslizando mientras su mano derecha por la abertura que le ofrecía el viejo albornoz, la introdujo, ya sin dilación, en su, por entonces, cálida entrepierna.
Una erección seca, aunque no por ello menos espectacular, puso fín a sus vertiginosas elucubraciones. "El pene es algo que no cree en Dios", -habíale confesado en cierta ocasión un sexagenario amigo suyo durante el transcurso de una de las acostumbradas y jugosas tertulias de bar, allá por los años sesenta.
Durante un tiempo que no supo o no quiso muy bien precisar, permaneció allí sentado, completamente a oscuras, como caballero que velara armas, antes de tomar la sabia decisión de volver sobre sus pasos hasta la cocina. Durante el trayecto sintiose bastante ridículo por cuanto, -en aquel trance y por mor de tan violenta erección-, los faldones de su desgastado albornoz, cayendo verticalmente inútiles, dejaban al descubierto aquel trozo de anatomía suya al que, inconscientemente, fingía totalmente ajeno, como fuera de lugar, - y nunca mejor dicho-, como si en realidad no le perteneciera del todo. Aún así, suponiéndole ajeno, haciendo gala de un jactancioso aunque no menos eficaz sentido del humor, lo imaginó como a uno de esos actores a los que él tanto admiraba, en ese instante ritual de asomar, -por entre las bambalinas del escenario-, la cabeza, con el ánimo del profesional que comprueba la capacidad del aforo de la platea, minutos antes de la representación que tendrá lugar.
Con suma cautela, furtivamente, se aproximó a ella por la espalda. Sin apenas rectificar la postura que hasta entonces había adoptado, y a juzgar por las miradas que ambos se cruzaron a través de la superficie del límpísimo azulejo Blanco España de la pared, la muchacha pareció intuirle dándole no solo la espalda sino, además, toda la opción.
Por lo menos él así lo dedujo y lentamente comenzó a arremangarle la falda, justo hasta la franja descubierta de sus doradas caderas, donde formó con ella un estrecho fuelle de pliegues horizontales que dejaba visible el nácar de sus desbragadas nalgas. Sus manos trémulas, en su recorrido, deslizáronse luego desde las caderas, tronco arriba, a través y bajo la holgada blusa, hasta asirse suavemente a sus pechos que, como densas y turgentes estalactitas, apuntaban perpendiculares sobre la superficie jabonosa del agua tibia del fregadero, tomando, eso sí, sumo cuidado en que los oscuros botones de sus pezones, deslizáranse convenientemente por entre el vértice interdigital que le ofrecía el ángulo que formaban el índice y corazón, respectivamente, de cada una de sus trémulas manos, hasta aprisionarlos delicadamente.
Como culminación de tan ansiado encuentro, -las palmas de sus manos sumergidas y apoyadas en el fondo del fregadero-, un calculado pero a la vez sutil movimiento de caderas, fué mas que suficiente para que, -sintiendo ya la cálida caricia de sus prietos genitales contra las caras internas de sus muslos-, el soberbio y erecto actor imaginado por su cónyuge, terminara desapareciendo, en un mutis, por el foro húmedo que ella misma propiciaba en su libre albedrío, para entera disposición de él y que tanto placer les dispensaría en un futuro muy próximo, ¡inmediato!.
Culminada con total acierto la penetración, deslizando entonces ella las suelas de sus zapatitos muy lentamente sobre la pulida superficie del suelo de la cocina, fue cerrando el compás de sus torneadas piernas hasta juntar definitivamente los tacones de su calzado de raso azul para, acto seguido, ejecutar con sus cuartos traseros un pendulante y pausado movimiento que parecía no tener nunca fín, pero cuyo origen arrancaba desde dos puntos bien distintos, diametralmente opuestos desde el inicio, armoniosamente equidistantes entre si: su fino talle y las rótulas de sus convexas rodillas.
Debilmente iluminado por los ardientes quemadores de la caldera de gas próxima al fregadero, Crispín podía distinguir perfectamente, contra el fondo de azulejos encendidos, la gozoza expresión en el rostro de la joven donde la punta de su carnosa lengua, -describiendo lentísimos círculos-, afanábase en dibujar-, arrastrando el carmín de sus sugerentes labios-, la mueca procaz de su boca entreabierta.
Extasiados en su frenesí, sus cuerpos separábanse y juntábanse en la medida que la voluptuosa cadencia pendular de las caderas de la muchacha, fijaba los límites del prepucio de él. Jadeantes, los intervalos producíanse mas cortos cada vez, lo que provocaba,- sobre el frenético ritmo que de por sí ya sostenían-, una tan desaforada como repentina agitación, máxime, al apercibirse de pronto él, totalmente desconcertado..........
AL ESTRIBILLO (luego CODA y FINAL)
...........CODA y FINAL................
Alarmado el joven por ello, preso de un nerviosismo tan poco común como temerario al saberse sorprendidos en tales circunstancias, perdiendo ella, en su exitación, el equilibrio cuando sus espasmos resultaban más enérgicos, desconcertada a su vez, tiró con tal violencia del tapón del fondo del fregadero con la mano cuya alianza despedía destellos dorados bajo el agua, desencadenando tal vorágine, que la espumosa agua del fregadero, en un sugerente gorgoteo prodigioso, acabó por desaparecer a través de la boca de la profunda y oscura sima del desagüe, con toda la inocencia de una eyaculación precoz.
Publicado por primera vez en 1994 para TAULA ZERO, la revista del 10º. aniversario del Restaurante la Marieta de Mollet del Vallés

jueves, 27 de marzo de 2008

TROZOOS (cuento dedicado a Paco Carajillo)

Capítulo I
Todo debió empezar una fría tarde de noviembre a partir del instante en que sugerí a los pocos miembros de la TAULA ZERO, que aquel día se encontraban en LA MARIETA, la conveniencia de remitirle a nuestro común amigo Paco Carajillo una carta instándole a que se dignara de nuevo a deleitarnos con su sólida presencia pues, por razones que hasta entonces todos ignorábamos, demorábase ya demasiado.
-Remitámosla, en todo caso, a lo que de él aún quede, -apostilló con sarcasmo Luque Luquiano-. Y es que Paco nos tuvo siempre acostumbrados a ser noticia no solo por sus excentrecidades, sino además por la elegante extravagancia con la que a menudo sufriera los más aparatosos accidentes, ya fueran domésticos, laborales, automovilísticos, ciclistas, etc.
El sarcasmo de Luquiano no tenía límites. En cierta ocasión en la que algunos nos lamentábamos al enterarnos del hecho de que, poniendo a prueba su desmesurada tozudez, Carlos de Can Molà consiguiera autolesionarse de gravedad, y al parecer con éxito, los tendones de tres de los cinco dedos de su mano derecha intentando arrugar la afilada hoja de acero de un gran cuchillo jamonero, Luquiano manifestó el siguiente comentario:
-Aún ha tenido suerte.
Al ser preguntado -¿por qué?-, teorizó:
-Pues muy sencillo. Si la madre naturaleza, por otro lado muy sabia, en lugar de cinco dedos nos hubiera otorgado sólo tres para cada mano, hoy Carlos sería un perfecto inválido de su mano derecha.
Así era Luque Luquiano: ¡científico!.
En consecuencia, particularmente yo, llegué a la conclusión de que precisamente la carencia de noticias a propósito de Paco, era un evidente síntoma de no haberle ocurrido nada que fuera, cuanto menos, de extrema gravedad.
Los presentes en la TAULA ZERO tomaron en consideración la propuesta, aceptando con vehemencia llevarla a cabo en el momento en que el resto que habitualmente compone la totalidad del grupo, estuvieran también de acuerdo: Pepín de los bosques, R.A.F. O'Malley, Mac Mogas, etc.
Oscurecía, Me despedí de Marina y de la TAULA y abandoné LA MARIETA en dirección al Parque Can Molà, hacia la parada del autobús. El Sagalés no llegó puntual, sin embargo el retraso podría considerarse aceptable. En poco más de media hora estábamos ya en Barcelona.
Llegué a casa después de pasar ante el escaparate de muebles y atravesar la Meridiana. Al entrar saludé a Dácil quién ni siquiera contestó atareada como estaba con sus deberes escolares. Besé a Carmen e intercambié con ella no más de media docena de frases hechas. Cené frugalmente y, cansado como me encontraba, decidí meterme en la cama quedando profundamente dormido.
Capítulo II
Era sábado y tenía todo el día libre. Decidí de pronto desplazarme hasta Mollet con la esperanza de encontrar a Paco allí. Me vestí y salí a la calle. No era un típico día de otoño; la mañana era diáfana y soleada y contra el fondo azul del cielo se recortaban con nitidez las aristas de los edificios más altos. Esta vez el Sagalés llegó tan puntual que me cogió por sorpresa pues, sin darme cuenta, a punto estuve de entrar fumando en su interior. Se puso en marcha de nuevo y a través de la ventanilla podía distinguir la caravana de domingueros saliendo en nuestra misma dirección, el edificio del ambulatorio de la Seguridad Social, las casitas bajas y suburbiales de Nou Barris, etc., etc. Los trozos de paisaje que he omitido y que por tanto no describo, son aquellos que precisamente corresponden, como si de una intermitente secuencia cinematográfica se tratara, a los fundidos en negro en que coincide con la ventanilla del autobús la carrocería del camión que, circulando en paralelo, nos adelanta o se retrasa según el flujo y densidad de la circulación a esa hora del día. Ya en la N-152 la velocidad del autobús había aumentado considerablemente y por la misma ventanilla, como un fantasma, tétrica, se deslizó vertiginosa la inmensa estructura de la Asland, por completo envuelta en polvo de cemento. A partir de aquí me consideraba ya en Montcada, luego vendría La Llagosta y por último Mollet, o mejor dicho, Mollet Chandon, tal y como le habíamos bautizado en la Taula.
Nada más bajarme del autobús caí en la cuenta de que no había almorzado y decidí hacerlo en el
Marfà. Dirigiéndome hacia allí, pude observar que, pese a ser sábado, casi todo el mundo iba de cuerpo entero. Ni siquiera en las barras ni en las mesas de los bares próximos, distinguí cabezas sentadas. Miré entonces el reloj y calculé que aunque el sol ya estaba en su cenit, aún era temprano.
El Sagalés me había dejado frente al Parque de Can Molà; de modo que anduve y crucé los Quatre Cantons, torcí a la derecha y bajé el trozo de Ramblas ante los quioscos hasta la farmacia Foz en la esquina, tomando luego a la izquierda por la calle Barcelona en dirección a la plaza Prat de la Riba. Al fondo, justo esquina con Ventalló, se distinguía el Marfà. Las fachadas circundantes no proyectaban apenas sombras sobre la superficie adoquinada del suelo; las moreras ofrecían un follaje ralo que apenas evitaba que se filtrase un sol vertical sobre los bancos alineados debajo. El resto de la plaza era un perfecto cuadrado iluminado por el sol de mediodia.
A esa hora y bajo la luz otoñal si que empecé a notar no solo series de cuerpos enteros descansando en los bancos, sino también gran número de troncos paseando arriba y abajo o apareciéndose por las esquinas más próximas de calles adyacentes, reuniéndose ora en número de dos o tres como mínimo, ora en grandes grupos de más de cuatro, naturalmente silenciosos, mientras sus respectivas cabezas probablemente permanecieran sentadas en el interior de cualquier establecimiento público, ya fueran bares próximos, tiendas, oficinas o en el mismísimo Ayuntamiento. Algunos incluso paseaban con la cabeza bajo el brazo y, tanto estos como los cuerpos enteros, deteníanse mudos, solos o en grupos mixtos, ante los escaparates, contemplando absortos la mercadería ofrecida por los distintos comercios.
Una especie de orden cósmico parecía gravitar sobre cualquier espacio por grande o pequeño que fuera. Era precisamente este orden el que regulaba la libre circulación de troncos y cuerpos enteros garantizando la no colisión entre sí, por muy próximos que se encontrasen unos de los otros. Una ética, por otro lado aparentemente preestablecida, favorecía esta absoluta interrelación.
Así, a primera vista, me era muy dificil distinguir el tronco de Paco entre los que deambulaban perezosos por los alrededores, pero solo una era la la manera de saber que se encontraba cerca: si estaba en Mollet a aquella hora, lo más probable es que hubiera sentado la cabeza en el interior del Marfà.
Entré de golpe y me fijé en la barra. La mayoría de clientes que se sentaban del lado de acá, permanecían de cuerpo entero. Del otro lado, Juán, el propietario, también. Pero las mesas, un numeroso grupo de cabezas sentadas, se las repartían formando conjuntos, como mucho, de cuatro. Y allí estaba, en uno de esos conjuntos, en la tercera mesa. Le reconocí de inmediato: abundante cabello rizado, casi en bucles, frente prominente, nariz firme, ojos risueños protegidos por unos vidrios de escasas dioptrías de montura metálica plateada y la herida siempre abierta de su franca sonrisa al fondo de su espesa barba. También él había reparado en mí reclamando mi atención. Avancé de cuerpo entero justo hasta el borde de la mesa y nos saludamos; me presentó inmediatamente al resto de cabezas sentadas a las que yo no conocía y, aunque de forma breve y cordial, también nos saludamos. Hizo venir luego a su tronco que ya cruzaba la plaza en dirección al bar y una vez dentro, extendió los brazos, tomó su cabeza sentada, la colocó sobre sus hombros y nos fundimos en un fuerte abrazo.
Después de saludos y primeras novedades, ya de cuerpo entero, recriminó con sorna a Juán el hecho de no haberse puesto al día con el mobiliario del bar y por ende reclamaba para los clientes, por lo menos para los fijos, un número indeterminado de testa-sitios dónde poder sentar cómodamente la cabeza, en lugar que tener prácticamente que abandonarla sobre la fría e incómoda superficie de la mesa de Formika. Invité entonces al grupo a una ronda de lo mismo y Juán, para no interrumpir el hilo de la conversación que mantenía con un cuerpo entero en la barra, sentó convenientemente su cabeza sobre la pegajosa superficie del mostrador, enviando solo a su tronco con otras cinco medianas a la mesa tres, al tiempo que, simultáneamente, los amigos de Paco también ya rescataban sus respectivos troncos que hasta entonces habían permanecido solazándose en el exterior, los cuales, una vez dentro llevaronse sus respectivas cabezas sobre los hombros y, por primera vez, uno por uno, pudimos estrecharnos convenientemente las manos. Ahora estábamos todos de cuerpo entero ante la barra, bebiendo y charlando animadamente. Se excusó Paco de sus amigos, quienes le esperarían allí, y de pronto, tomándome del brazo me arrastró hasta el interior del Marfà; concretamente hasta el comedor, que a esa hora permanecía aún completamente vacio. Una vez allí, nos sentamos de cuerpo entero, pero antes de que pasara a justificar los motivos de sus ausencias de la Taula Zero, cosa que, por otra parte, no le pareció oportuno hacerlo en presencia de sus amigos, decidió que abandonásemos nuestros troncos un poco a su suerte y sentando las cabezas ahora sobre la blanca superficie de papel que cubría la mesa, disponíase por fín a hablar mientras yo me resignaba a ser todo oidos.
Nuestros troncos se alejaron entonces despacio hacia la salida, hasta la plaza: el mío con las manos enfundadas en los bolsillos del pantalón; el suyo con los brazos cruzados a la espalda, a la altura de los riñones. Sin las cabezas sobre los hombros resultábamos más jóvenes.
Dejé que se explicara y lo hizo seguido y durante largo rato. Yo me hallaba algo incómodo pero permanecí siempre en silencio.
La conclusión que saqué de su versión me pareció bien simple: la pretensión de Paco no era otra sino la de poder sentar la cabeza de una vez para siempre en la Marieta, pero como quiera que Marina sólo permitía en su establecimiento cuerpos enteros, a él no le resultaba nada cómoda ni confortable tal postura; de modo que renunciaba voluntariamente a la Taula Zero y a lo que ello significaba porque se suponía que permanecer durante las largas sesiones de cuerpo entero era como estar de cuerpo presente, o sea, M-U-E-R-T-O.
Quedé francamente satisfecho de su decisión. Por lo menos no parecía que tuviera desavenencias personales con el resto del grupo, excepto con Marina, cuya norma había hecho prevalecer en su establecimiento.
A una tácita orden mental por parte de ambos, regresaron de nuevo, tal y como habían partido, nuestros respectivos troncos. Nos colocamos otra vez las cabezas sobre los hombros no sin antes prometerme Paco que, aunque muy a su pesar, ya pasaría a visitarnos y explicar de propia voz sus ausencias a la Taula. En definitiva: haría de tripas corazón.
Era ya media tarde cuando abandoné Mollet. Otra vez el Sagalés fue puntual. Durante el trayecto me sentí cansado reflexionando sobre el particular. Absorto como me encontraba me sorprendió la terminal en Sagrera. Me apeé tan rápido como pude y al pasar cerca de la boca del metro, me detuve unos instantes frente al escaparate de muebles. Inconscientemente algo había llamado poderosamente mi atención. Efectivamente: lo pude comprobar al otro lado de la vitrina. Un par de hermosos testa-sitios se exhibían bien erguidos. Poseían cada uno cuatro largas patas torneadas y rematadas en una diminuta plataforma convenientemente acolchada de un suave terciopelo rojo, provista de un pequeño respaldo flanqueado por orejeras igualmente tapizadas que garantizaban un cómodo y cálido descanso dónde sentar la cabeza. El precio, desde luego, estaba muy fuera de mi alcance. Estuve observándolos unos minutos y con la misma me alejé camino de casa.
Abrí la puerta no sin dificultad y por este orden me recibieron primero el gato, luego Dácil y por último Carmen, quién ya tenía preparada una exquisita merienda-cena consistente en conejo troceado con tomate.
Dácil se fué pronto a la cama. Mientras cenábamos, Carmen y yo nos dispusimos a ver en la tele una de Buñuel: El perro andaluz. Decidimos verla de cuerpo entero; primero porque comíamos mientras y segundo, porque si finalizada la cena nos desprendíamos de nuestros troncos, una vez acabada la película les habríamos hecho volver a por nuestras cabezas sentadas para irnos luego a la cama, con el consiguiente trastorno que ello suponía .
Terminada la película apagamos el televisor; llevamos a la cocina las bandejas de platos y vasos sucios y luego de turnarnos en el diminuto cuarto de baño, nos metimos como de costumbre de cuerpo entero bajo las mantas. Yo, particularmente cansado, quedé profundamente dormido.
Epílogo
Desperté con gran sobresalto. Carmen ya no estaba, pero su lado en el lecho aún seguía tibio. En el interior del piso todo era silencio y sentado en la cama tenso, distinguí en la penumbra al gato escrutándome con sus ojos de vidrio. Instintivamente me llevé las manos a las mandíbulas, sudaba, cerré los ojos, tiré fuertemente hacia arriba pero mi cabeza continuó irremisiblemente ligada al tronco.
Suspiré aliviado. Era sábado.




TAULA ZERO: la revista del 10 aniversario de la Marieta


Mollet del Vallès. Septiempre de 1994