RETRODEZCAN

Este imperativo es del todo incorrecto pero me resulta más contundente que el original RETROCEDAN. Por lo tanto, si la Real Academia de la Lengua Española me lo permite, desde hoy en adelante haré uso exclusivo de él.
Con RETRODEZCAN pretendo dar a conocer parte de mi obra pictórica, escultórica, fotográfica y, en menor proporción, literaria y, a la vez, mantener una corriente de opinión sobre los acontecimientos de naturaleza artística de hoy día.
Espero que tomeis la sabia decisión de manteneros a una distancia prudencial de mis opiniones aquí vertidas que no siempre tienen por que ser del agrado de la mayoría; ¿o, sí?

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domingo, 12 de febrero de 2017

VERDADES COMO PUÑOS

A diferencia de las “medias verdades”, las llamadas “verdades como puños”, bautizadas así por el acervo popular, resultan mucho más contundentes que las anteriores, más compactas si cabe pero, en mi modesta opinión, no tan indiscutibles como a primera vista puedan parecer. Solamente son admisibles las irrefutables, aquellas otras que la ciencia ha mantenido siempre a buen recaudo y en disposición de ser demostradas fehacientemente. El ejemplo más sencillo de los que expondré a continuación es aquel que dice: “el orden de los factores no altera el producto”. Otro ejemplo algo más complejo pero no por ello menos verosímil es el que se desprende del famoso Teorema de Pitágoras, también indiscutible. Que la Tierra gira en torno a su eje (rotación) a la vez que alrededor del Sol (traslación) resulta del mismo modo una verdad inamovible desde que Galileo lo descubriera.

Por razones obvias se dice comúnmente de las matemáticas que son “ciencias exactas” sin embargo, el espectro que presenta el lenguaje no parece aceptar tal aseveración. Me explico: he oído a veces expresiones tales como: “no se hable más; dos y dos son cuatro, lo mires por dónde lo mires”. Pues bien, tratemos de analizar con detenimiento la oración.
Si la verdad que se pretende demostrar significa que los sumandos (2+2) dan como resultado cuatro, resulta una afirmación cuanto menos ambigua porque también con los sumandos (3+1) se obtiene el mismo resultado y con los otros sumandos (1+1+1+1) de igual manera se consigue la misma suma.
Si por el contrario, la verdad que se pretende demostrar es que cuatro es el resultado de (2+2), nos encontraríamos en la misma situación que la anterior porque también lo es de (3+1) y de (1+1+1+1). Sin embargo, si hubiéramos elegido como ejemplo  "dos por dos son cuatro, lo mires por dónde lo mires" el análisis hubiera sido muy distinto porque, exceptuando el (4x1), sólo estos dos factores (2x2) y no otros, dan como resultado cuatro; por lo tanto nos encontramos, ahora sí, ante una VERDAD ABSOLUTA.

De manera que el lenguaje propiamente dicho es completamente ajeno a lo que algunos entendemos por verdades o mentiras, ni está sujeto al arbitrio de ninguna autoridad que nos obligue siempre a contar sólo la verdad. En muchos casos, cuando se escribe, no se tiene la más mínima conciencia ni tampoco la absoluta certeza de cuánto hay de verdad o de mentira en el texto. La subjetividad nos lleva siempre ha herir, sin ni siquiera pretenderlo, los posibles intereses o susceptibilidades de todos aquellos que nos leen a diario; tanto si unos consideran verdad u otros mentira el resultado de lo que escribimos.

No me imagino a unos supuestos Agentes de la Verdad deteniendo a alguien por haber escrito que el agua de mar no es salada. Espero que ello no ocurra nunca en bien de la llamada LIBERTAD DE EXPRESIÓN que, precisamente, es uno de los sólidos pilares de nuestra joven DEMOCRACIA


jueves, 9 de febrero de 2017

VERGÜENZA AJENA

Existen muchos varones que después de pasar casi media hora sentado en el wáter haciendo sus más sucias necesidades en silencio y en privado, suelen salir inmediatamente después a la calle con la sana intención de comerse por completo el mundo con la conciencia bien tranquila. Pero, ¿dónde vas, muchacho?, ¿con la cantidad de porquería que has almacenado durante tantos días en el intestino y aun así insistes en salir con hambre?

En mi caso particular, antes de salir definitivamente, me siento un buen rato en el bidet. Esos minutos de aseo íntimo me sirven casi siempre de antesala para la reflexión a la espera de las sorpresas que más tarde pueda depararme el día una vez ya en el exterior; o ahí fuera, -como suelen decir algunos protagonistas de las malas películas americanas-.

Como hombres nuevos nos enfrentamos al cada día en cuerpo y alma: limpios de cuerpo y mente; el alma, -en lo que a mí respecta-, impecable. En cualquier caso, impolutos, sin ninguna sospecha de haber salido hace un momento del wáter donde escondíamos a hurtadillas la porquería y convencidos además de que pasará mucho tiempo antes de que no nos tengamos que sentar de nuevo con el pantalón hasta los tobillos, el culo completamente al aire y la conciencia muy tranquila.

Sólo con verme en situación semejante, me hace sentir mucho más tolerante si cabe con los demás, más comprensivo, más humano también, aunque igual de convencido de mis otras muchas limitaciones como persona.

Por todo ello, casi me atrevería a afirmar que soy muy frugal en las comidas como para no verme en el delicado trance de tener que visitar el wáter mucho más veces de las que son estrictamente imprescindibles, y mantener así  mi intestino a buen recaudo y lo suficientemente alejado de su capacidad máxima de almacenamiento aunque sí con la tolerancia mínima suficiente como para que no me preocupe hasta el extremo de que no me permita presumir, entre mis semejantes más allegados, de mis buenas y apacibles intenciones para con los demás.

lunes, 6 de febrero de 2017

SIN RENCORES

Personalmente, creo no haberle guardado rencor a nadie a lo largo de mi vida pero eso nunca se sabe del todo hasta no hacer un riguroso examen de conciencia que nos permita eximir esa improbable sospecha, imagino, tan inquietante. En cualquier caso, uno ya es tan mayor, ha vivido uno tanto, que si se hubiera dado alguna vez el caso, estoy plenamente convencido de que los supuestos destinatarios de tales resentimientos ya habrían fallecido lo que, por fortuna, también supone que el hipotético rencor guardado hubiera prescrito definitivamente. En tal caso y después de una exhaustiva reflexión sobre tal asunto he llegado incluso a preguntarme si, en realidad, ha valido la pena no haberle guardado rencor a nadie que quizá se lo hubiera realmente  merecido. Sin embargo uno continúa aún vivo y sin ningún resentimiento contra nadie.

Los que ya gozan de la vida eterna sólo ocupan un lugar en nuestra maltrecha memoria; un lugar diminuto y remoto en proporción con el concepto de tiempo y espacio que se supone impera en el más allá. ¿La equivalencia, pongamos por caso, de una semana de vida terrenal a qué  dimensión corresponde en la otra vida? Me lo pregunto para tratar de saber si a partir de una determinada edad como la mía y al albur de que algún otro pueda guardarme un rencor que considere no merecer, ¿valdría quizás la pena pasar a mejor vida como muchos otros lo hicieran antes y disfrutar de la eternidad con mucha más paciencia y de la mejor manera posible?

Cuando alguien se propone ser mejor que el resto a toda costa, por lo general suele despertar en los demás sentimientos contradictorios que se traducen normalmente en un severo rencor en ocasiones enfermizo. Para evitarlo, ser mejor que los demás no debe de constituir nunca una meta en sí misma sino una consecuencia del trabajo bien hecho a lo largo de tu vida activa.

Creo francamente que gente como Mozart, Mondrian, Rodín, Madame Curie, Einstein, por poner algunos ejemplos, fueron en un sentido los mejores sin ni siquiera proponerselo sino que tal categoría se la otorgó más tarde el público como consecuencia de su gran dedicación a lo que realmente les gustó hacer siempre.


Yo intento hacer lo mismo; jamás compito. No importa que luego nadie reconozca mi trabajo, quizá porque no me lo merezca, pero me inclino siempre por no intentar ser el mejor a propósito ni  a cualquier precio sino procurar hacer mi trabajo lo mejor posible mientras lo lleve a cabo. Aunque también cabe la posibilidad de que la extrema dedicación por todo aquello que me gustó hacer y con lo que disfruté en vida alcance el valor que, después de muerto, le concedan otros pero sí que para entonces estaré completamente seguro de que nadie me guardó nunca el menor rencor y echó en falta mi ausencia.

viernes, 27 de enero de 2017

LOS ATAQUES SIEMPRE VINIERON DE FUERA

Aparte de colaborar en él, suelo leer también los interesantes artículos de opinión de mis otros distintos colegas que edita asiduamente el PERIÓDICO de TENERIFE y que pone de manifiesto el interés que despiertan sus comentarios entre sus asiduos lectores. Hace unos días me llamó mucho la atención uno de ellos (un artículo, me refiero) que bajo el título de LOS ATAQUES NO VIENEN SÓLO DE FUERA firmaba el Sr. Ricardo Peytavi. Como que soy canario y residente en Catalunya algo más de treinta años no dejé de sentirme directamente aludido por cuanto la preservación de la lengua de un pueblo, -que por otro lado los canarios (díganse güanches) fueron despojados brutalmente de ella durante la conquista-, es considerado el patrimonio más rico que pueda desear, -además de sus tradiciones-, cualquier etnia por muy primitiva que sea. Para cuidar de ella, en ocasiones no basta sólo con hablarla y escribirla sino que también han de verse obligados a ampararla, tomando medidas y decisiones del todo incomprensibles para muchos otros, como, por ejemplo, para el que fuera inepto ministro de educación del gobierno del PP llamado WERT que mediante una desacertada decisión ministerial quiso “españolizar a los niños catalanes” valiéndose de la enseñanza en las escuelas primarias catalanas.
Las islas en general, en todos los mares u océanos del mundo, simbolizan el estado perfecto de libertad, de tranquilidad, de sosiego, de paz, etc., etc. En particular, las Canarias así también lo parecían en aquel ya lejano pasado pero el océano que las circunda las convirtió entonces en una paradisiaca prisión de donde los aborígenes no pudieron jamás escapar para, huyendo del invasor, refugiarse en cualquier otro lugar del mundo y conservar de, espaldas a la guerra, su lengua materna y sus tradiciones. Me vienen a la memoria unos versos de mi querido amigo Luis Santacreu que me recuerdan aquello de “Yo naci en una prisión………………donde la celda es azul y los barrotes de espuma”.
Estudiando Hª del Arte en la Universidad de Barcelona, me matriculé en dos asignaturas de las llamadas de libre elección: latín y catalán. Pues bien, el lingüista y catedrático de catalán, hoy ya fallecido, no era otro que el Sr. Juan Solà, con el que no sólo aprendí lengua catalana sino que también me enseñó el dramático significado que suponía para un pueblo no poseer lengua propia por haberle sido arrebatada por terceros. Ni que decir tiene que el Sr. Solà conocía las islas y su historia perfectamente por haberse dedicado gran parte de su vida, aparte de a la docencia en sí, también al senderismo y montañismo no sólo en Catalunya sino en las zonas más rurales de la Isla de Tenerife.
Es curioso constatar como aquí en Cataluña no te preguntan, -cuando te lo preguntan,- si hablas español. Lo normal es que te pregunten si hablas castellano. La palabra español es un topónimo que a los catalanes se les antoja relativamente moderno por cuanto la Península Ibérica, en su día, la constituían una serie de reconocidos reinos como el de León, Castilla, Aragón y, por abreviar, después de la unificación posterior y, sobre todo, con la expulsión de árabes y judíos se oficializó y se impuso el castellano, -que no el español-,-como lengua oficial.
Quiero terminar diciendo o, tal vez, afirmando que a pesar de haber nacido en Tenerife el topónimo de “canario” me crea un sentimiento lejano de culpa rayando el síndrome porque lo único que de verdad he merecido, -por no hablar en plural-, es el apelativo de “criollo” con todo lo que ello significa en relación con el azaroso pasado colonizador de aquella España de entonces.

viernes, 13 de enero de 2017

MONEDERO E INDA

Como tele-vidente que en ocasiones soy, he podido prestar mucha atención a dos enfrentados contertulios, presentes a menudo en muchos de los distintos platós y medios televisivos de éste país y que por sus especiales características éticas y/o estéticas no despiertan en mí demasiada simpatía que digamos como la que sí siento por muchos otros con los que los dos primeros suelen debatir acaloradamente y a menudo en diversos programas políticos en la TV española. Me refiero al politólogo Juan Carlos Monedero y al periodista Eduardo Inda.
Hay en Juan Carlos dos detalles distintos que, en realidad, me inquietan en gran medida y son, por un lado, su expresión adusta a veces y sus gafas, ambas estilo Trotsky, lo que para empezar, dice mucho en cuanto a su orientación política de izquierdas tan discutida en el seno de otros partidos políticos que no de PODEMOS. Por el otro, su desafortunado e inevitable apellido, MONEDERO,  lugar del  que suele extraer a menudo toda esa verborrea en calderilla con la que tiende a apabullar siempre a su oponente de turno sin distinción de raza ni credo. 
Siempre me pregunté la razón por la que un hijo como él, de familia sencilla, politólogo en ciernes reconocido, no haya podido convencer jamás de las ventajas que,  -para un modesto comerciante como es su propio padre-,  supone pertenecer a un partido político del que fue, durante cierto tiempo, nada menos que secretario del Proceso Constituyente y Programa de PODEMOS.
Lo que más me preocupa, sin embargo, de MONEDERO es su gran habilidad para salir siempre airoso y en la foto, formando parte de la joven cúpula de PODEMOS y al mismo tiempo seguir afirmando ante los medios de comunicación que, definitivamente, él no desempeña por ahora ningún cargo político dentro del partido. Algún día sabremos si en ese mismo monedero del que suele extraer tanta calderilla cuando le conviene, mantiene todavía a buen recaudo las treinta monedas de plata de las que tanto hablan sus enemigos políticos.


Eduardo INDA, por el contrario, representa la figura del perfecto petimetre del siglo XXI. Ser elegante como él pretende no radica sólo en el bien vestir sino, sobre todo, en los modales adecuados. Sin embargo, personajes con esa inquina por todo cuanto se refiere a su adversario, sólo he podido reconocerlos como protagonistas en los viejos Western del cine filmado en Hollywood a partir de la década de los años cincuenta del pasado siglo. Su perfil encajaría perfectamente en esos distintos tipos de caracteres de los que se nutren las tradicionales películas del género de aquel entonces.

Por su ampuloso discurso además de su verbo fácil y rápido y si en lugar de llamativas corbatas de seda luciera un sucio alzacuellos blanco, por ejemplo, y conservase las patillas en ambas mejillas, mostrando sus blancos dientes y sonrisa fácil actuales, estaríamos con toda seguridad ante un severo y pernicioso predicador de la época, capaz de vendernos el cielo a cambio de yacer plácidamente con la más joven y hermosa de sus recientes pervertidas feligresas.

¿Y por qué no como buhonero? Tampoco le vendría mal ese destacado rol. A bordo de su carromato tirado por dos tercas mulas, de pueblo en pueblo, vendiendo agua bendita en frascos de vidrio, engañando a los calvos con eficaces crecepelos, recomendando espesos ungüentos para el lumbago y otras dolencias, confiando a los jóvenes elixires destinados a la eterna juventud, etc., etc. Todo ello a un precio más que razonable, desde luego, pero sin ninguna garantía de éxito de la que no advertiría jamás, por si acaso.

¿Y tahur? ¿Se lo imaginan en el interior del SALOON, sentado tras una mesa circular con tapete verde, pañuelo de seda al cuello y embutido en un chaleco de terciopelo granate con la parte posterior también de negra seda con hebillita de plata y además de ganando, hacerlo con disimuladas trampas?

Ese es mi Eduardo INDA, no el Licenciado en Ciencias de la Información que hoy día todos conocemos, sino aquel otro indulgente predicador, el eficaz buhonero o el honesto tahur de tantas y tantas películas que guardo en la memoria y de las que elijo el papel que a cada uno le corresponde en función no sólo de la estética de la que presume sino también de la ética de la que, en mi opinión, carece.

viernes, 6 de enero de 2017

MORIR DE REPENTE


En Canarias, de niño no entendía yo muy bien que significaba exactamente eso de  morir de repente. Ahora recuerdo que en el Puerto de la Cruz, sin embargo, sí que conocí a gente que luego moriría así, de repente. Con los años llegué a comprender que morir de repente no significaba fallecer de viejo, ni después de haber sufrido síntomas evidentes de una enfermedad conocida; es decir, de pulmonía, de peritonitis, de tuberculosis, etc., etc., por poner ejemplos.


-¿De que murió?, –preguntaba alguien-.

-De repente, -contestaba el otro-. Y esa respuesta suponía para mí un misterio inexplicable porque, en mi modesta y joven opinión, todo el mundo, si es que tenía que morir, debería hacerlo como consecuencia de algo muy concreto: de viejo, de una penosa enfermedad o, como a veces ocurría, de un maldito e inesperado accidente.

-¿De qué ha muerto? -Una guagua le "escachó" la cabeza, -contestaba el otro-. Yo que escuchaba la desgarradora respuesta, entendía entonces que aquella persona había muerto como consecuencia de un desgraciado e inevitable accidente.
Ello me llevó a la conclusión de que eso de morir de repente estaba  al fin y al cabo asociado a una muerte fulminante pero sobre todo prematura, es decir, a morir relativamente joven todavía.

Cuando alguien como yo ha vivido más años de los que aún, por lógica, le quedan a uno por vivir, diríamos que ya posees la suficiente confianza en aceptar que has empezado a morir paulatinamente y que quizá, por esa razón, creamos encontrarnos, al fin, a salvo de morir repentinamente, es decir, de repente. Aunque, bien mirado, todos empezamos a morir en el mismo momento de haber nacido.

Hoy vivo muy cerca de un pueblecito de la comarca del Gironés, en la provincia de Girona, llamado Llagostera. Pues bien, en este pueblo nadie muere de repente o eso es lo que me han dicho sus vecinos; todos los que fallecen lo hacen de viejo, después de una larga enfermedad, de un lamentable accidente o de un certero y fulminante ataque al corazón.