RETRODEZCAN

Este imperativo es del todo incorrecto pero me resulta más contundente que el original RETROCEDAN. Por lo tanto, si la Real Academia de la Lengua Española me lo permite, desde hoy en adelante haré uso exclusivo de él.
Con RETRODEZCAN pretendo dar a conocer parte de mi obra pictórica, escultórica, fotográfica y, en menor proporción, literaria y, a la vez, mantener una corriente de opinión sobre los acontecimientos de naturaleza artística de hoy día.
Espero que tomeis la sabia decisión de manteneros a una distancia prudencial de mis opiniones aquí vertidas que no siempre tienen por que ser del agrado de la mayoría; ¿o, sí?

Página 8 MEMORIA SELECTIVA (Callejón Piñeiro - LA CUESTA)

La distancia y el tiempo se me antojan tan largos que la única esperanza que se me ocurre por el momento de aproximarme a mí ya lejana infancia es a través de los muy variados utensilios y productos de higiene corporal y del hogar más cotidianos que me acompañaron cuando niño, allá por la década de los cincuenta del pasado siglo XX, mientras vivíamos en LA CUESTA.  Algunos tan populares como el jabón LAGARTO, por ejemplo, o el frasquito de brillantina que mi madre siempre tenía  dispuesto sobre  una repisita de madera, delante de un espejito diminuto colgado de una mampara de tabla de lo que entonces llamábamos cocina. Los llamados jaboncillos lo constituían aquellos otros destinados exclusivamente a la higiene corporal como la marca HENO DE PRÁVIA, de color verde y en pastilla o aquella otra, el rosado, ovalado y exquisito jabón LUX. Pero también mi infancia se caracterizaba, particularmente, por todo  aquello de lo que  entonces carecíamos: radio, televisión, teléfono, nevera, gas, agua corriente, cuarto de baño, etc., etc.

Por suerte, sí que  disponíamos de luz eléctrica, es decir, de dos bombillas y un enchufe. Una bombilla colgada del techo de madera de la cocina y la otra en la única habitación disponible; el enchufe, siempre inactivo (no teníamos nada que enchufar), detrás de la mesita de noche que separaba la cama de matrimonio de mis padres y la cama turca de dos cuerpos donde dormíamos mi hermano y yo. Hasta donde no llegaba la red eléctrica, en la periferia de los pueblos, las familias, para alumbrarse, hacían uso de las modestas lámparas de carburo.

La suerte quiso que un buen día,  mi padre resultase agraciado con una quiniela de fútbol por la que cobró unas ocho mil pesetas de las de entonces. Con parte de aquel dinero caído del cielo, se pagó la radio MOBBA que durante muchísimos años presidíría el diminuto dormitorio, precisamente, sobre la oscura mesita de noche tras la cual ya existía el rudimentario enchufe que hasta aquel mismo día había permanecido virgen.

A partir de entonces, empecé yo  a sentirme diariamente informado de todo cuanto la radio podía informar en la década de los cincuenta del siglo pasado. Y entre información y publicidad me causó estupor la que hacía alusión, de forma muy escueta, a una determinada marca de cigarrillos y que con el paso del tiempo adquiriría un significado específico en el lenguaje cotidiano y popular de los tinerfeños: ¡NO, GRACIAS, FUMO KRÜGER! La frase, de manera muy coloquial,  nos servía a todos  para rechazar, dado el caso, cualquier proposición que nos hiciera alguien y que en absoluto nos interesara para nada o no estuviéramos de acuerdo con ella. De ese modo  siempre supe que, aparte del KRÜGER virginio blanco o amarillo, indistintamente, existían otras muchas marcas de tabaco que se me antojaban hasta divertidas como era el caso de la marca 46, por ejemplo, que siempre me recordaba la fecha de mi nacimiento pero también existían otras muchas y vistosas como RECORD, VENCEDOR, OVAL LUCHA, CORONAS, etc.

Hoy día, bajo la denominación de menaje del hogar, pueden adquirirse los múltiples utensilios que son precisos, necesarios, casi indispensables para hacernos mucho más cómoda, si cabe, la vida cotidiana  dentro de casa pero en los años cincuenta, en el seno de humildes familias como la mía, resultaba impensable tener acceso a ellos, de modo que para planchar, por ejemplo, mi madre se valía de dos planchas distintas de hierro que iba alternando sobre el soporte de la cocinilla, de modo que cuando una ya se enfriaba, era sustituida por la otra bien caliente. Pero entonces, era preciso utilizar, para evitar quemarte la mano con el mango ardiente de la plancha, un utensilio de lana y acolchado, de pequeñas dimensiones, que se denominaba cogedor.

Las cocinillas, que regularmente se alimentaban con petróleo o gasolina, las había de dos tipos: de ruido y de silencio. Las de ruido debían su nombre al sonido ronco que producían como consecuencia de la combustión originada en el quemador, sin embargo, el silencio que caracterizaba al otro modelo era debido a la presencia de un sombrerete que, colocado a tal efecto sobre el quemador, atenuaba casi por completo el ruido. Tanto un modelo como el otro disponían de un mismo tipo de boquilla, con un diminuto orificio hasta donde llegaba el combustible desde el depósito pero que en ocasiones se obturaba. Un sencillo artilugio con manguito plano de hojalata y un trozo de finísimo alambre en el extremo más delgado y perpendicular a él era utilizado entonces para destupir la dorada boquilla; se trataba del destupidor. Llevaban además un curioso dispositivo de fuelle manual que activado un par de veces servía para introducir aire en el depósito y avivar así la llama en el quemador.

(El destupidor se podía adquirir por sólo unos céntimos en la venta más próxima a tu casa)

No siempre, las medidas extremas adoptadas por mi madre en relación a la higiene doméstica o del hogar ofrecían el resultado por todos esperado. Y eso que, por entonces, solía aplicar profusamente productos tan efectivos como lo eran  el zotal, la lejía, el amoniaco, el salfumán, o la sosa cáustica en todas las superficies susceptibles de albergar cualquier tipo de  insectos o parásitos domésticos que se hubieran instalado, sobre todo, a ras del suelo, en el techo, las paredes o los colchones.

Cuando esto ocurría, mi hermano y yo tomábamos cartas en el asunto y, por nuestra propia cuenta, declarábamos una guerra abierta y sin cuartel, en particular contra las chinches, resistentes casi siempre a los distintos insecticidas de la época. Éstas solían refugiarse normalmente entre las irregularidades que presentaban  las paredes contra las que se apoyaban nuestras camas pero, por suerte para nosotros, su extraño y brillante color marrón no les permitía mimetizarse del todo con el color blanco de las superficies, por lo que resultaban fácilmente localizables para nuestros propios intereses. Armados entonces con sendos alfileres o imperdibles y una vez localizado por fin el enemigo, les dábamos muerte sin compasión y de inmediato de un certero pinchazo que, sobre la nívea superficie de la pared, ocasionaba siempre una visible e inevitable manchita roja de sangre. Por cada una que mataba, mi hermano balbucía siempre por lo bajo: “¡sangre de mi sangre!”. Y eso que contábamos con la protección de un Ángel de la Guardia, que nos amparaba noche y día, cuya lámina, convenientemente enmarcada, colgaba precisamente de aquella misma pared por encima de la cabecera de la cama. (Ángel de la Guardia/ dulce compañía/ no me desampares/ ni de noche ni de día)

Después de la masacre, mi madre intervenía rápidamente para limpiar el rastro de sangre antes de que ésta se secara por completo y retirar de inmediato los restos de la media docena de parásitos heridos de muerte que habíamos abandonado entre los resquicios de las paredes. Ésta entretenida operación de limpieza la llevábamos a cabo cada equis tiempo durante los dieciseis años que permanecimos en aquella mísera vivienda del populoso pueblo de LA CUESTA.

El mayor enemigo de las moscas domésticas consistía en las pulverizaciones de insecticida lanzadas desde un aparatito de fuelle y también de hojalata que denominábamos FLY. Las familias que, por desgracia, carecían de él solían colgar del techo unas cintas con atrayente, pegajosas y adhesivas, a modo de carrete fotográfico desenrollado dónde acudían las muchas moscas que, por golosas, morían presas de patas en ella.
(Solían colgar también en algunas ventas del barrio, al costado de las jareas y los tollos)

Por las tardes, mi madre tostaba café crudo de Venezuela (comprado al cambullón) en una sartén a tal efecto. Una vez tostado, siempre era yo el encargado de molerlo de inmediato y en caliente,  haciendo girar la manivela de un pequeño molinillo de madera en cuya cajita, destinada a ello. se iba depositando mansamente el finísimo y negro resultado de la molienda. Haciendo luego uso de la cafetera de dos piezas, para colar el café ya molido y aún tibio y una vez colocado en el colador de la parte superior, mi madre, -en un riguroso y silencioso ritual-, iba añadiendo agua hirviendo poco a poco hasta caer goteando, lentamente teñida y bien caliente, en la parte inferior de la cafetera. El resultado era un café negro y espeso cuya extraordinaria textura parecía delicíosamente similar al mismísimo alquitrán.

Mientras tomábamos café en la cocina, el resto de vecinas del entorno, sentadas bajo el tibio sol del atardecer en el patio común del Callejón Piñeiro, escarmenador en mano, se afanaban en desparasitar lentamente y en silencio las hermosas y largas cabelleras negras de sus jóvenes hijas, todavía solteras.

Utensilios por orden de aparición: jabón Lagarto, brillantina, HENO DE PRÁVIA, LUX, lámparas de carburo, radio MOBBA, tabaco (KRUGER, RECORD, VENCEDOR, OVAL LUCHA, CORONAS), plancha, cogedor,cocinilla, destupidor, Ángel de la Guardia, aparato de FLY, atrapa-moscas, molinillo de café, cafetera, escarmenador.


3 comentarios:

  1. El destupidor era tan barato que al que compraba un kilo de higos picos ( que causaban estreñimiento),el ventero le regalaba un destupidor.

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  2. No me consta que ocurriera en La Cuesta, pero te creo

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