RETRODEZCAN

Este imperativo es del todo incorrecto pero me resulta más contundente que el original RETROCEDAN. Por lo tanto, si la Real Academia de la Lengua Española me lo permite, desde hoy en adelante haré uso exclusivo de él.
Con RETRODEZCAN pretendo dar a conocer parte de mi obra pictórica, escultórica, fotográfica y, en menor proporción, literaria y, a la vez, mantener una corriente de opinión sobre los acontecimientos de naturaleza artística de hoy día.
Espero que tomeis la sabia decisión de manteneros a una distancia prudencial de mis opiniones aquí vertidas que no siempre tienen por que ser del agrado de la mayoría; ¿o, sí?

Página 4: EL HOMBRE DE LA CATANA


Merced a permanecer con sus párpados cerrados, el espejo del cuarto de baño se le antojaba esa mañana tan opaco como su propio futuro inmediato mientras, enérgicamente, se cepillaba los dientes frente a él. Su mano izquierda sostenía un vaso lleno de Oraldine y de su boca se desparramaba una baba blanquecina que ya le cubría la totalidad del mentón. La manía de no cepillarse la dentadura con los ojos bien abiertos le impidió por un instante darse cuenta del brusco ensombrecimiento que había provocado de improviso, en el diminuto espacio del lavabo, la enorme figura recortada ante el quicio de la puerta del terrible HOMBRE DE LA CATANA quién, con su elevada estatura, dificultaba el paso de la escasa luz natural de la vivienda en aquel momento. Cuando decidió al fín abrir los ojos, vertiendo aún más espuma blanca por la boca, lo único en lograr distinguir, como un fugaz relámpago, fue el fulgor plateado del frío acero atravesando velozmente la penumbra y descendiendo vertiginosamente en dirección a su cabeza. Sólo dispuso del tiempo justo de arrojar al rostro del intruso el Oraldine mientras, con el vaso ya vacío, lograba escabullirse milagrosamente por debajo de la axila de su agresor justo en el momento en que éste descargaba, inmisericorde, el violento golpe mortal que pese a no encontrar su objetivo, terminaría incrustando, como cuchillo caliente en taco de mantequilla, todo el ancho de la bien templada hoja de su catana en la jamba de la puerta del lavabo. Mientras el asesino se esforzaba por recuperar en vano el arma homicida fuertemente aprisionada en la madera, Livingston dispuso a su favor del tiempo aún suficiente de poder llegar hasta la puerta de su piso y salir precipitadamente al rellano donde desembocó jadeante, eructando todavía más espuma por la boca, el vaso vacio en su mano izquierda y, en la derecha, el diminuto cepillo de dientes con el que en última instancia hubiera intentado defenderse, si se hubiera dado el caso, del violento ataque oriental.



-¿Otra vez con alucinaciones, Livingston? -le preguntó el vecino de enfrente al verle salir hasta el desierto rellano en pijama y todavía sudando-.
Livingston preparaba la respuesta y Vicente, también jubilado como él, continuaba impasible y a la espera, armado con una simple escobilla de mango corto, afanándose en limpiar el polvo acumulado sobre la superficie del barato felpudo ante la puerta de su vivienda.
-¡¡Era otra vez el de la catana, Vicente!!; ¡¡venía de nuevo a por mí!!, -sentenció amistoso Livingston.
-Desde que te has jubilado no paras de ver asesinos por todas partes, Livingston. Anda, entra de nuevo en tu casa y cálmate, por favor, -le aconsejó paternalmente Vicente, intimidándole con la escobilla antes de darle con la puerta en las narices.
Livingston entró de nuevo en casa . Desandó el pasillo en sentido contrario y se introdujo a hurtadillas en la penumbra del cuarto de baño. Abandonó el vaso en la repisa y se guardó el diminuto cepillo en el bolsillo superior del pijama, por si acaso. Con los ojos bien abiertos esta vez y frente al espejo de nuevo, creyó, con gran sorpresa por su parte, reconocer en su propia persona, tristemente reflejada en la bruñida superficie, al temible HOMBRE DE LA CATANA. Se retiró de allí asustado y en silencio, retrocediendo muy despacio, caminando siempre hacia atrás y atravesando abrumado la puerta de espaldas. Al pasar bajo el umbral, desconcertado aún, no acertaba a comprender cómo, cuando y de que manera se había podido producir aquella enorme y limpia hendidura en la jamba de madera de la puerta del lavabo que, casualmente, había advertido ahora, en este preciso instante, justamente al salir.