RETRODEZCAN

Este imperativo es del todo incorrecto pero me resulta más contundente que el original RETROCEDAN. Por lo tanto, si la Real Academia de la Lengua Española me lo permite, desde hoy en adelante haré uso exclusivo de él.
Con RETRODEZCAN pretendo dar a conocer parte de mi obra pictórica, escultórica, fotográfica y, en menor proporción, literaria y, a la vez, mantener una corriente de opinión sobre los acontecimientos de naturaleza artística de hoy día.
Espero que tomeis la sabia decisión de manteneros a una distancia prudencial de mis opiniones aquí vertidas que no siempre tienen por que ser del agrado de la mayoría; ¿o, sí?

Pagina 2 LOS LUISES DE LA CUESTA CAP. 1º (revisado)

CAPÍTULO 1º

Muchísimo antes de que yo tuviera conocimiento de que en Francia hubieran reinado Luis XIV, Luis XV o Luis XVI, en aquellos suburbios infestados de cuarteles y prostíbulos que formaban parte de lo que entonces se llamaba La Cuesta, reinaban también, por así decirlo, dos Luises: uno sobre los cuerpos y otro sobre las almas; D. Luis "el médico" y D. Luis "el cura", respectivamente.

Antagonistas a más no poder; el primero, ateo hasta la muerte (que es a mi juicio la auténtica forma de ser ateo; sin miedo a morir por ello); el segundo, creyente por conveniencia a juzgar por la ostentación que a la sazón hacía de su patrimonio personal y con el total beneplácito de su diócesis.

Excepto al cura, D. Luis "el médico" le caía bien a todo el mundo. Pese a proceder de una bien acomodada familia, su conocida condición de ateo le aproximaba de manera explícita a todos aquellos que carecían entonces de Seguridad Social y entre los que se encontraban jornaleros, vagabundos, indigentes, cambulloneros, prostitutas, etc., etc., para quienes Dios no les había tenido nunca muy en cuenta, negándoles de por vida la menor oportunidad.

A su consulta, ubicada en su domicilio particular, acudían todas las mañanas  los protegidos por la Seguridad Social pero a partir de las cinco de la tarde, gratuitamente, en el Bar de Juanito, lo hacían el resto de marginados a los que D. Luis extendía recetas luego de una breve auscultación ante la barra del bar y frente a un buen güisqui con poco hielo y el fonendoscopio siempre oculto pero a punto en el bolsillo.

Por su parte, D. Luis "el cura" tenía por entonces la exclusiva de Cáritas Diocesanas, y no de la necesidad real de los indigentes sino de su propia voluntad dependía el hecho de conceder o denegar, entre los más humildes, las raciones de leche en polvo o de queso con que la Ayuda Americana abastecía a la parroquia de la que él era su titular. A juicio del cura, las simpatías  demostradas públicamente por los feligreses hacia el médico así como las ausencias sin justificar a la misa dominical, obligaban a éste a reservarse  el derecho divino de la caridad cristiana.

Pese a todo, D. Luis "el cura" resultaba atractivo. De complexión atlética y gran estatura vestía siempre de negra sotana hasta el empeine bajo cuyo borde asomaban unos sólidos zapatos negros de gruesa suela. Solía fumar unos espléndidos habanos confeccionados a mano que desprendían un aroma inconfundible de auténtico tabaco fresco. Sostenía con destreza el puro entre el dedo pulgar por la parte inferior y el índice y corazón juntos por la superior, haciéndolo girar cada vez entre sus labios entre noventa y ciento ochenta grados a la derecha o a la izquierda, indistintamente, mientras más de un centímetro de ceniza se mantenía bien firme acumulada en el extremo opuesto al de la vistosa vitola que garantizaba su autenticidad. Mientras, el pulgar de su mano izquierda permanecía embutido en el interior de un diminuto bolsillo de la sotana situado a la altura del vientre y del que nunca supe con seguridad si fue concebido como falso monedero o, precisamente, para esa otra determinada función que tanto contribuía a la prestancia del sacerdote.

Por el contrario, D. Luis "el médico" era bajito, algo rechoncho y con la cara, excepto el bigotito, siempre  abotargada por el exceso de alcohol acumulado en vena. Pelo liso, negro y engominado. Vestía de manera impecable: camisa blanca, cuello almidonado cuyas puntas sujetaban unas pincitas de oro que cruzaban bajo el  diminuto nudo desde donde arrancaba en arco su fina corbata de seda hasta quedar asida por un pasador también de oro a juego con unos gemelos del mismo metal que sujetaban unos puños igualmente almidonados y que se dejaban ver a propósito por las boca-mangas de la bien cortada  americana. Calzaba zapatos con tacón cubano, de suela fina y de charol sobre los que rebotaba con crueldad la cruda luz del sol a mediodía y la benevolente de los neones multicolor a medianoche. Fumaba Lucky Strike sin filtro que teñían de un amarillo nicotina las yemas de sus frágiles dedos de cirujano y sólo bebía güisqui escocés con muy poco hielo que encendían de bermellón sus fláccidas y abotargadas mejillas de bebedor empedernido. De todos era bien sabido que cuanto más bebido estaba, tanto mejor ejercía su profesión.

Lo cierto es que ambos, -a pesar de vivir tan próximos, de llamarse del mismo modo y de tratar de asistir a todos los moribundos, el uno en lo espiritual y el otro en lo corporal-, no se tenían ninguna simpatía entre sí.

Desde nuestro oscuro nacimiento, todos los miembros que formaron parte de mi generación estuvimos siempre directamente asistidos en cuerpo y alma por LOS LUISES. Traídos en su mayoría a este mundo por D. Luis "el médico" y en general bautizados al poco por D. Luis "el cura", curados de enfermedades por el primero y ya con uso de razón y una cierta penitencia impuesta, perdonados nuestros pecados por el segundo, fuimos creciendo totalmente acostumbrados  a su más que sólida presencia. De modo que por una razón u otra, LOS LUISES, con sus virtudes y defectos, estuvieron irremisiblemente vinculados de por vida a nuestro común destino de posguerra que no era otro que el de tratar de sobrevivir bajo el enorme peso de una feroz dictadura de la que tardaríamos más de cuarenta años en sacudirnos de encima.

D. Luis "el médico" pasaba consulta en su propio domicilio situado en una discreta y tranquila calle sin asfaltar de La Cuesta. Su nombre y su condición profesional de MÉDICO rezaban sobre una placa metálica en la fachada de una modesta casita terrera junto a la única puerta de entrada. Franqueando el umbral se daba acceso a un zaguán provisto de media docena de sillas que hacía las veces de SALA de ESPERA. Abierta sobre la misma pared de la derecha, según se entraba, una puerta interior comunicaba con su espacioso despacho. Al fondo, otra nueva puerta, por lo general cerrada, conducía al resto de la vivienda propiamente dicha. Con frecuencia, la salita de espera se encontraba por lo general repleta por lo que el resto de enfermos que también esperaban, hacían cola en el exterior, generalmente en animada tertulia.

Al comienzo de la Carretera Vieja y en una esquina que daba a un siempre limpio y barrido callejón sin salida, flanqueado en uno de sus lados por los talleres de Obras Públicas, se encontraba el popular  Bar de Juanito. Algo más al fondo, en la misma estrecha acera, una modestísima casita baja de no más de treinta metros cuadrados de superficie y conocida también como domicilio extraoficial del médico, daba cobijo, junto a su pequeña hija, a LUISA, popularmente admitida como la querida oficial de D. Luis.  Entre ambas viviendas, la oficial y la extraoficial, no mediaba una distancia mucho mayor de ciento cincuenta metros.

La pura casualidad quiso que en un entorno social como aquel coincidieran LOS LUISES y que sólo a uno de los dos se le sumara una tercera persona llamada también LUISA.

LUISA no presentaba en especial ningún atractivo físico que la distinguiera del resto de mujeres del lugar si exceptuamos un prominente trasero al gusto de la época y acentuado a propósito por una estrecha falda de tubo de la que jamás se desprendía. En el argot de la Cuesta se decía que tenía el culo requintado. Sin embargo, vista de frente, su característica física más llamativa la componía su voz. Sus cuerdas vocales, afectadas seguramente por largas noches de insomnio, tabaco y alcohol consumidos durante años como cabaretera le habían proporcionado una dura e incurable ronquera que arrastraría hasta el fin de sus días. Por el contrario, su catadura moral, a juicio de sus vecinos, era impecable: generosa, caritativa, etc. Al parecer, en un momento dado de su aperreada vida, D. Luis "el médico" la había retirado a tiempo de su antigua profesión hasta convertirla para siempre en su exclusiva concubina. Nunca nadie supo si la niña que vivía bajo aquel mismo techo y sujeta a la tutela de ambos era también hija biológica del médico.
Aquellas duras condiciones de vida acentuaba entre la población el sentido útil de  una muy exigente tolerancia y ganarse la vida honestamente no dependía exclusivamente de la cantidad o calidad de sudor exhalado de tu frente sino que significaba, -en muchas ocasiones y para sacar algún provecho del riesgo-, colocarse muy cerca del margen que establecía la ley de los hombres si bien tratando en todo momento evitar los llamados y muy castigados graves delitos de sangre.

¿Constituía la práctica del aborto tal vez un delito de sangre? Eso es lo que precisamente las autoridades civiles y eclesiásticas reprobaban de la supuesta mala praxis de D. Luis "el médico". Y lo peor para sus conciencias es que, -según contaban-, lo hacía por puro altruismo, no por dinero, y de ello podían dar fe algunas de las maduras prostitutas que se prestaron a la interrupción de sus embarazos sin que nada pudiera demostrarse en contra de D. Luis. No obstante, estuvo bastante cerca de ser acusado e imputado por ello.
Pese a todo, el caso de D. Luis "el cura",-visto desde la óptica de una escala de valores muy característica de la idiosincrasia y de la conciencia ciudadana de aquellos tiempos en La Cuesta-, resultaba aún mucho más grave. Sin poderlo probar, todo el mundo sospechaba y daba por sentado que también "el cura" mantenía periódicas relaciones sexuales con una supuesta misteriosa y muy católica dama de la burguesía local pero  de ser cierto, ello era considerado pecata minuta comparándolo con la manera que al parecer tenía el cura de enriquecerse, explotando una flota anónima de taxis de su propiedad y conducida por terceros. La población toleraba de buena gana el hecho de que el sacerdote no respetara en absoluto el voto de castidad que le imponía su Santa Madre Iglesia pero la codicia y el enriquecimiento personal amparado por las autoridades civiles de la época, le resultaba al pueblo del todo imperdonable; un verdadero escándalo. 

Las aspiraciones de D. Luis "el cura" iban mucho más allá que la de ser el simple párroco de una modesta iglesia de pueblo y eso lo sospechó siempre su tocayo. Utilizaba astutamente a su propia familia en beneficio propio implicándoles sin escrúpulos en su estrategia de llegar a  alcanzar la categoría de obispo y ocupar alguna vacante en cualquier diócesis que se necesitara. En el seno doméstico de su pequeña organización contaba con la inestimable colaboración de su propio hermano, un grandullón civil, siempre bien vestido aunque con boina negra, que no sólo hacía las veces de secretario particular sino que actuaba también como un tupido filtro entre el pueblo llano y el probable futuro monseñor, de modo que resultaba prácticamente imposible que se dignase a conceder audiencia a cualquiera.  Toda la familia vivía a un tiro de piedra de la modesta Iglesia, en la llamada Carretera Vieja de La Cuesta, en una casita de planta baja que también hacía las veces de Sede Parroquial.

Digno de agradecimiento general fue el establecimiento, junto al Callejón Piñeiro y al borde de la Carretera General, del bautizado como HOGAR OBRERO, con el que D. Luis "el cura" habría culminado, costeada de su propio bolsillo, su obra social más emblemática y ambiciosa. Consistía en un pequeño edificio sin pretensiones, de dos plantas y de carácter recreativo-educativo dónde por una módica cuota mensual al alcance de cualquier trabajador de entonces se podía hacer uso de sus instalaciones. En la planta baja, la lúdica, se encontraba un pequeño Bar  que no expendía alcohol pero donde se podía jugar a las cartas y al dominó, además de dos mesas grand macht bien cuidadas de billar francés y un pequeño escenario con pantalla sobre la que los sábados por la tarde se proyectaban películas, previamente censuradas, para todas las familias. La segunda planta se destinaba a biblioteca, clases de música y lugar de ensayo de la rondalla de pulso y púa que dirigía magistralmente y sin ánimo de lucro un conocido y responsable ex-seminarista de nombre José Antonio.



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