RETRODEZCAN

Este imperativo es del todo incorrecto pero me resulta más contundente que el original RETROCEDAN. Por lo tanto, si la Real Academia de la Lengua Española me lo permite, desde hoy en adelante haré uso exclusivo de él.
Con RETRODEZCAN pretendo dar a conocer parte de mi obra pictórica, escultórica, fotográfica y, en menor proporción, literaria y, a la vez, mantener una corriente de opinión sobre los acontecimientos de naturaleza artística de hoy día.
Espero que tomeis la sabia decisión de manteneros a una distancia prudencial de mis opiniones aquí vertidas que no siempre tienen por que ser del agrado de la mayoría; ¿o, sí?

martes, 3 de agosto de 2010

"LA MAL LLAMADA FIESTA NACIONAL, NO ES MI FIESTA"


Si mal no recuerdo, siendo aún muy joven alguien me llevó a presenciar una pelea de gallos con motivo de las fiestas patronales de un pueblo del interior de la isla de Tenerife. Nunca más volví a asistir a una carnicería como aquella aún sin ser del todo consciente de lo que eso significaba desde el punto de vista de la tradición.

Maldigo algunas tradiciones, sobre todo aquellas que se ceban con los animales y donde se cruzan apuestas, se cortan orejas y rabos o se estiran los cuellos de los pollos, patos, gansos colgados boca abajo, prendidos por sus patas de un alambre tensado de un lado a otro de la calle.

Con todo y como antes dije, no fue hasta algo mas tarde cuando tuve verdadera conciencia del sufrimiento padecido por el toro de lidia en la arena de una plaza.

En principio, la llamada "Fiesta Nacional" me atrajo de tal manera que me hice con algún libro de Cossio y un vocabulario taurómaco de Leopoldo Vazquez Rodriguez y así pude distinguir la diferencia entre una rebolera, una larga cambiada, una verónica, ejecutadas con el capote y un pase de pecho de una manoletina, etc.,  llevados a cabo con la muleta, amén de la suerte de matar a volapié debida al célebre Costillares. También me atrevía a diferenciar los toros de acuerdo a su pelaje (berrendos, zainos, bragados, etc.) o por la forma de sus pitones sobre la testuz, o por su morfología en general. Hasta ese extremo llegué a aficionarme.

Cierto día, un banderillero retirado que trabajaba como capataz mientras se construía el Hotel Anatolia, en el Puerto de la Cruz, me puso al corriente sobre los tercios y entresijos de la corrida, sentados ámbos frente a un televisor mientras merendábamos frugalmente y la pantalla se llenaba de sangre.

De la misma forma y rapidez que un buen día me aficioné a los toros, de igual manera, algún tiempo después, sentí que no valía la pena ver sufrir y morir a tan bello animal de una, casi siempre, mala estocada para beneficio de mi propio placer. Ni siquiera bastaba como espectador con el efecto purificador de la catarsis   para rechazar aquella abominable carnicería sino que, por el contrario, lo justo fue tomar definitivamente la firme decisión de defender la total abolición de  un sacrificio de tal magnitud en pleno siglo XXI. Y eso hice. 

Muchos de los defensores de la lidia y muerte del toro se basan no sólo en la tradición de siglos sino en un pretendido fenómeno artístico con la calidad suficiente, según ellos, de merecer haber sido llevado al lienzo por pintores de la categoría de Goya o Picasso, pongamos por caso. Como si este hecho pictórico concediera naturaleza legítima como para perpetuar la "fiesta". No olvidemos, sin embargo, que a pesar de que Hitler pintaba unos paisajes austriacos bastante aceptables, ello no le eximía en absoluto de enviar a los campos de concentración a tantos miles de inocentes.


Quiero pensar que, por lo menos, para la inmensa mayoría de los que como yo tienen en casa un animal de compañía que comparte con nosotros el resto de nuestras vidas no podrían permitir el maltrato indiscrimanado a su mascota, sea esta un periquito o un toro bravo de quinientos quilos.

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