Allá por la década de los años setenta, en mi constante deambular entre la Plaza del Charco y la Avenida de Colón del Puerto de la Cruz, no había día en que no me cruzara con un vendedor de flores que a lo largo del mismo itinerario ofreciera a los turistas claveles blancos o rojos a cambio, claro está, de un precio más que razonable. Se trataba de Pepito el de las flores, llamado así porque había hecho de su incesante trabajo su propio apellido para todos aquellos que sólo le conocíamos de vista. A menudo le encontraba en el Paseo de San Telmo, con la tez muy morena a pesar de protegerse del sol con su inseparable sombrero negro. Como reclamo, vestía la mayoría de ocasiones el tradicional traje de mago, aunque, todo sea dicho, sin demasiada ortodoxia.
De su carácter prefiero no opinar porque yo albergaba serias dudas de que le cayera simpático pero, sin embargo, debo reconocer que parecía ser muy trabajador aunque llegué a sospechar que no soportaba demasiado bien su aparente ambigüedad sexual. No obstante, era una época en que el Puerto de la Cruz no se sostenía sin los muchos protagonistas populares que, por una u otras razones, formaban parte del cotidiano paisaje urbano que se abría entre los curiosos que, como yo mismo, íbamos por ahí recogiendo testimonios gráficos del diario acontecer de una ciudad que apenas dormía.
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