En Julio de 2016, es decir, hace ahora dos años y durante unas vacaciones en el Puerto de la Cruz tuve ocasión de conocer a un peruano que de manera casi testimonial ocupaba un lugar en el extremo de la Plaza del Charco, aunque no en su interior, que da al muelle y donde exhibía las herramientas con las que en un periodo determinado de su vida se ganaba la vida dedicándose a ello de lleno y cuya profesión no era otra que la de limpiabotas o betunero.
A lo largo de mi infancia, sobre todo en Santa Cruz, resultaba muy común verles deambular en busca de clientes a lo largo de las muchas terrazas de bares abiertas a la calle a la voz de ¡limpia! ¡limpia! arrastrando siempre la primera “i” con una cierta desgana. Sin embargo a alguno de ellos les recuerdo llevando además de la caja y el banquito, un cojincito con el que colocado bajo las rodillas evitaban el roce de estas con el suelo mientras las posaderas reposaban cómodamente en el banquito. Era otra forma de permanecer de rodillas ante el cliente pero a la vez descansando.
Cuando me establecí en el Puerto de la Cruz aquella antigua profesión continuaba en auge aunque, en honor a la verdad, debo decir que la postura del limpiabotas no era la misma que la mencionada antes. El banquito resultaba tan grande como la caja, lo que permitía tener las piernas estiradas aunque, eso sí, algo flexionadas, tal y como muestro en las fotos que ilustran este artículo. Quizá tal postura se debiera a que no eran precisamente limpiabotas ambulantes sino que ocupaban un sitio fijo en la inigualable Plaza del Charco que aún sigo recordando y cuando puedo también visitando.
Agustín y Francisco Pacheco eran hermanos y durante los años que viví en el Puerto de la Cruz siempre permanecieron en su puesto diario de trabajo. Luego se sumarían otros pero entonces había trabajo para todos ellos.
Aparte de los hermanos Pacheco, también conocí a otros dos cuyos nombres no recuerdo pero que también formarían parte de todo aquel complejo emocional que contribuiría a conformar la personalidad de un espacio público fundamental como sigue siendo hoy la Plaza del Charco.
Desde el punto de vista del cliente, betunarse los zapatos tenía en sí algo de ritual, algo así como afeitarse los sábados en la barbería. Frente a un vermut y una ensaladilla rusa en cualquier terraza de Santa Cruz, para una determinada élite social resultaba indispensable, sobre todo si coincidía con el fin de semana, que te lustraras los zapatos convenientemente porque además quedaba bien visto presumir de aquel lujo casi colonial de que alguien lo hiciera por ti y además en público y bien.
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