A pesar de tenerla asida de momento sólo con los incisivos, será muy difícil que tanto Puigdemont como Junqueras decidan soltar sin más la presa, máxime, cuando disponen del apoyo incondicional que representa esos dos millones de catalanes que les arropan. En el momento que decidan abrir la boca para respirar mejor, acuciados entonces por la presión que ejercerá la puesta en vigor del temido artículo 155 de la Constitución española, será ese el momento oportuno para que la víctima pueda zafarse y huir precipitadamente campo a través y buscar refugio, ilesa, entre esos otros millones de catalanes que también esperan ansiosos y esperanzados su inminente regreso.
Será entonces el momento de saber qué hará el gobierno de Rajoy con los lebreles asilvestrados que se han salido de madre causando tanto temor e indignación en todo el territorio catalán. No será preciso conminarlos como castigo en la perrera sino, simplemente, adiestrarles adecuadamente para que puedan vivir en comunidad, en paz e indemnes junto el resto de sus semejantes.
Lo que no será tan sencillo será restaurar la profunda fractura social abierta en Cataluña. Me temo que ello llevará mucho más tiempo que lo que tardó la mitad de la cámara catalana en proclamar la anhelada independencia a espaldas de la otra mitad de la misma.
Lo que mal empieza suele acabar mucho peor de lo deseado. Para ser sinceros, nada sería descartable, -ni siquiera el derecho a exigir la independencia-, si se siguieran los pasos democráticos puestos a disposición en un estado de derecho, donde todos los ciudadanos tengan las mismas oportunidades de decidir su propio futuro y, en mi modesta opinión, el llamado procés sobiranista català no ha querido seguir por el camino deseado y en cuyo final otros muchos, inútilmente, han permanecido esperando.
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