Quisiera poder opinar sobre cualquier otra cosa que no sea el controvertido contencioso catalán y me resulta del todo imposible. Sólo me queda entonces el consuelo de pensar que si los dos máximos responsables de esta rocambolesca situación no logran llegar a algún acuerdo válido que desencalle la situación y permita una reconciliación ¿qué otra cosa puedo hacer yo?
¿En qué medida y hasta donde puedo opinar yo sobre la situación creada en Cataluña?
Todos sabemos o deberíamos saber que entre el blanco y el negro existe un cromatismo tan extenso de grises que sin ninguna dificultad podríamos optar por aquel que, llegado el caso, mejor conviniese a nuestros propios intereses o mejor se adaptase a las circunstancias del momento pero, aún así, me temo, -y esto es lo que de verdad me desconcierta-, que una vez elegido un gris determinado, éste tampoco fuera del beneplácito ni agrado de ambos. Por lo tanto, nos encontraríamos, según Rajoy, atrapados en un oscuro callejón sin salida sobre el que continúa pesando la maldición de la aplicación del artículo 155 previsto en la Constitución española.
Somos los ciudadanos los que, manifestándonos en la calle, hemos ido tomando conciencia y partido en uno u otro sentido, olvidando la mayoría de las veces que son precisamente nuestros representantes elegidos quienes deberían cumplir con el trabajo que, en las urnas, les ha sido encomendado; trabajo político y diplomático a destajo.
Echo de menos, aunque a un nivel más doméstico que nacional, la forma en que, en mi lejana juventud, solíamos dirimir nuestras pequeñas rencillas entre amigos. No valía citarnos en cualquier lugar donde no hubiera dispuesta una modesta botella de vino en torno a la cual tomábamos asiento y que gracias a la graduación de su contenido se nos iba calentando el paladar y soltando la lengua, casi siempre por suerte, en una dirección única de entendimiento. Terminábamos admitiendo nuestras respectivas culpas además de nuestras propias responsabilidades, sin llegar jamás a provocar la humillación del oponente y aceptando la reconciliación, en ocasiones de antemano pactada. También es verdad que, aunque no todos, entonces sí que teníamos un verdadero enemigo común contra el que combatir en silencio y, -por increíble que parezca-, eso facilitaba mucho las cosas.
Cataluña presume de excelentes vinos como para que no cueste demasiado un entendimiento entre dos degustadores de caldos como sospecho que puedan ser Puigdemont y Rajoy y si aun así no consiguieran llegar a un esperado acuerdo ventajoso para ambos frente a una botella y antes del próximo lunes, mucho me temo que la buena reputación que tiene la denominación de origen de los blancos, tintos y achampanados de su gran producción vinícola se vería bastante afectada y muy en entredicho a nivel europeo. Sólo por mantener este prestigio viticultor que tanto le caracteriza, desde mi punto de vista, valdría la pena poder entenderse sin tantos ambages.
Hoy, en mi condición de abstemio, ya no me quedan enemigos con los que poder conciliar la paz pero sólo por el hecho de sentarme frente a una botella de vino decente con la que saldar una doméstica rencilla, créanme que, a pesar de todo, los echo mucho de menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario