A medida que pasan los años no consigo comprender del todo ese fenómeno tan arraigado de fervor religioso que, de repente, en una determinada época del año, se apodera de tal modo de casi toda España como para llegar a manifestarse públicamente sin pudor, con tanto ardor y sentimiento como ocurre, por ejemplo y sin ir más lejos, en Andalucía.
No creo que se trate exclusivamente de la herencia depositada por el nacional catolicismo de tantos años de dictadura. Antes ya existía tal fervor y supongo que seguirá existiendo de una manera más significativa si cabe dada la posibilidad celestial de ver cumplidas muchas de las necesidades más perentorias en materia de salud, empleo, pensiones, etc., que sufre una gran parte de los creyentes de este país. Los no creyentes no apelan a los supuestos milagros pero son muchos los que también sufren las mismas penurias y sólo les queda recurrir al sentido común de los gobernantes que en la mayoría de ocasiones o casi siempre es completamente nulo. Lo que dicho de otro modo; los milagros, a veces, parecen necesarios, estarían incluso justificados.
Sin embargo, ese espíritu mariano que a casi todos nos embarga en Semana Santa viene representado por dos figuras fundamentales: la Virgen María y Jesucristo. Las mujeres en general, como madres que son la mayoría, -en presencia de cualquiera de las vírgenes-, se hacen pronto eco de su inmenso dolor por la despiadada muerte de su único hijo a la vez que se hacen cargo de su enorme sufrimiento. Por el contrario, los hombres, en mi modesta opinión, no nos identificamos en absoluto, aunque sí la reconocemos, con la valentía demostrada por Jesucristo aunque, tampoco seríamos capaces, como Él lo hizo en su día, de entregarnos voluntariamente a las autoridades romanas de la época sin renunciar a nuestras creencias. Nosotros no hubieramos sido capaces de tal cosa: entregar nuestras vidas a cambio de nada.
Pese a todo y aunque resulte del todo paradójico, éste mismo fin de semana, en Arcos de la Frontera, Cádiz, durante los festejos taurinos, un valiente participante, después de citar voluntariamente a un toro bravo de enorme peso en una estrecha calle del pueblo, moría ante el portal de una vivienda como consecuencia de las graves cornadas sufridas que le perforaron el pulmón. Habría entregado su vida a cambio de nada.
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