Sex Subastas (SS) abría sus puertas cada día a las
siete en punto de la tarde y se encontraba ubicada en el interior de un
discreto palacete de finales del siglo XIX, de estilo modernista, en una
esquina cuya puerta principal daba a la Gran Avenida pero que en la calle
peatonal perpendicular a ésta, colindante con el cuidado edifico y frente al
Gran Hotel Emporium, se abría otra puerta mucho más discreta y diminuta por la
que también tenían acceso al interior aquellos otros clientes más reservados y
tímidos.
Tal era el caso del joven Plácido, quién solía acceder
siempre por la más pequeña, cuando el programa de Sex Subastas le era, como en
esta precisa ocasión, más favorable que nunca. Su lote preferido era el número
tres: las gemelas de Casandra, cuyo precio de salida cada dos semanas solía ser
casi siempre de doscientos euros.
Una vez dentro, ocupó como de costumbre su sitio
favorito. Un lugar cubierto de pesadas cortinas de terciopelo rojo que
ocultaban los cuidados vestigios de lo que al parecer había sido antaño una sencilla
capillita interior. La sala permanecía en todo momento en una agradable
penumbra excepto el escenario situado al fondo, levantado a unos ochenta
centímetros del suelo, perfectamente iluminado por una cruda luz cenital que no
sólo concentraba toda la atención de los clientes en el mesón del subastador sino
también en los distintos y atractivos lotes que se subastaban cada tarde. El catálogo
impreso con los distintos lotes advertía además que, para intentar en lo
posible mantener oculta la identidad de los clientes allí presentes, las pujas
debían indicarse encendiendo previamente el móvil a mano alzada.
Cuando todo el mundo estuvo perfectamente acomodado
en la penumbra y en silencio, dio comienzo la subasta; a las diecinueve y
treinta en punto de aquella tarde.
El primer lote anunciado por el estirado y macilento
martillero consistía en una atractiva muñeca hinchable, por el momento desinflada
pero que, entre otros distintos atractivos como sus vistosos colores y su cálida
textura, contaba con el de haber sido utilizada durante una noche, en su
reciente visita a España, por el célebre actor americano George Clooney y cuyo
precio de salida era sólo de doscientos euros.
-¡250 euros! –ofreció,
después de encender su móvil, el señor bajito del bigote junto a Plácido al
comprobar en la pantalla iluminada sobre el escenario a oscuras una enorme foto
de la entrañable muñeca hinchada en todo su esplendor-.
-¡300 euros! –gritó en tono agudo el del sombrero
oscuro después de encender el suyo-.
-¿Alguien ofrece más?, -desparramando ahora la
mirada por la sala el subastador-.
-¡400 euros! -contraorfertó en última instancia, antes de encender su móvil, el caballero de la silla de ruedas, a quién le habían amputado las extremidades inferiores a partir de las rodillas, grave detalle que trataba de disimular cubriéndose, hasta algo más abajo de dónde se le suponían los pies, con una larga y ligera manta escocesa de lana de color beige tendida sobre los muslos.
-¡400 euros! -contraorfertó en última instancia, antes de encender su móvil, el caballero de la silla de ruedas, a quién le habían amputado las extremidades inferiores a partir de las rodillas, grave detalle que trataba de disimular cubriéndose, hasta algo más abajo de dónde se le suponían los pies, con una larga y ligera manta escocesa de lana de color beige tendida sobre los muslos.
-¿Quién sube a 450 euros? -amenazó el subastador con
el martillo de madera ligeramente alzado-.
-450 a la una, 450 a las dos y 450 a las tres.
–ahora retador pero pausado-.
-Adjudicada al caballero de la silla de ruedas por
cuatrocientos euros-.
A continuación le tocó el turno a un enérgico y
enorme consolador-vibrador cuyo precio de salida alcanzaba sólo cien euros y
que por unos trescientos cincuenta, acabaría llevándose una probable viuda de
militar, oculta tras unas grandes gafas del sol pese a la penumbra que reinaba en
la sala. Ya sólo faltaba una oferta más hasta llegar a la que desde hacía algún
tiempo despertaba la obsesión de Plácido por adquirirlas; aunque fuera para
disfrutarlas en privado sólo un par de horas.
Acto seguido ocuparía el escenario un joven guapo y
atlético, de unos ciento ochenta y cinco centímetros de estatura y ochenta
kilos de peso que respondía al pseudónimo de Gladiator que inmediatamente tomaría
asiento en una diminuta silla dispuesta a tal fin sobre la tarima y bajo la
diáfana luz cenital del foco que colgaba del techo. El precio de salida por
hora y sólo para señoras era de ciento cincuenta euros.
Ante la presencia de Gladiator, un ronco murmullo
femenino y algún que otro también masculino se elevó desde la platea, agitando
la delicada penumbra que envolvía la sala mientras el subastador, algo azorado
todavía por el revuelo suscitado, rogaba un poco de paciencia pero sobre todo: silencio,
-por favor-.
Las pujas entre el personal femenino por Gladiator
iban en constante aumento, progresivamente de cincuenta en cincuenta euros, de
tal modo que después de once interminables intervenciones lumínicas de teléfonos
móviles y un valor alcanzado de seiscientos euros la hora, -según
contabilizaría impaciente Plácido-, el escultural atleta le sería adjudicado a
una alta y delgada mujer de agradables facciones además de presumir de un
ligero aspecto de elegante divorciada, aparentemente virtuosa, quién,
inmediatamente, abandonaría la penumbra que
envolvía la sala en busca de su lote masculino ya completamente vestido y que
por costumbre solía siempre aguardar en el iluminado hall a cada una de sus nuevas
y sucesivas benefactoras.
Plácido comenzaba a sentirse algo nervioso,
impaciente, pero prefería continuar de pie, siempre junto a la espesa cortina
roja antes que aguardar cómodamente sentado la aparición de su tan, -más que
esperado-, deseado lote.
Lote número cuatro del catálogo, -anunció ahora más
que solemne el martillero dando paso a Casandra, quién, discretamente,
flexionando con mucha lentitud sus gráciles rodillas, tomaría asiento en la
misma sillita que ocupara anteriormente Gladiator. Precio de salida y por dos
horas, tanto para damas como para caballeros, -continuó pregonando incesante el
martillero-, doscientos euros. Sonaron entonces las trompetas de Jericó y en
ese mismo instante, el fulgor cenital que proyectaba el foco de luz artificial
que pendía del techo, se precipitaría con toda su crudeza sobre la delicada figura
de la joven Casandra, quién despojándose perezosamente de la sencilla blusa
blanca de organdí que vestía hasta aquel momento, dejaba por completo al
descubierto lo que todo el público allí presente entendía que debían ser las
dos gemelas anunciadas a subasta que no sin cierto misterio figuraban en el apretado
elegante catálogo de Sex Subastas (SS) cada dos semanas y por las que
justamente se desvivía el joven Plácido. El volumen de sus turgentes jóvenes
pechos, rematados con total impunidad, resultaba tal, que la profunda sombra
que éstos proyectaban, iluminados por el foco cenital del escenario, se
extendía vertiginosa hasta alcanzar el bajo vientre de la joven. Como los culos,
-con goma de borrar incluidas-, de lápices de doble diámetro, así parecían de rotundos
sus oscuros pezones; tales eran sus insólitas proporciones.
Plácido introdujo nervioso la mano en el bolsillo
interior de su chaqueta asegurándose de que aún conservaba los quinientos euros
que había destinado aquella tarde a la subasta de su lote preferido.
Todo parecía ir bien. Las pujas iban en aumento,
sucediéndose entre cincuenta y cien euros por cada ocasión. Él sólo tenía
previsto pujar una sola vez; cuando se presentara la mejor ocasión y en el
momento oportuno que, según su criterio, sería a partir de que una nueva puja
alcanzara como máximo los cuatrocientos cincuenta euros.
El gordito sentado en el otro extremo del pasillo
encendió por sorpresa el móvil y ofreció raudo por las gemelas cuatrocientos
euros.
-¡Cuatrocientos euros por allí! -informó interesado
el subastador señalando la figura borrosa del gordo.
-¡Cuatrocientos cincuenta! -anunció con móvil
incluido una señora después de una esperanzadora pausa en beneficio de Plácido
quién ya se había asido fuertemente a la espesa cortina roja para no caerse de
emoción.
Esperó un instante, pausa larga y tensa y entonces
se decidió. Encendió de improviso el móvil y aún espero un segundo más hasta
gritar luego: ¡quinientos euros!
-¿Alguien da más?, –preguntó en tono intimidador y
en voz más alta el martillero-.
-500 euros a la una, 500 euros a las dos y, -alzando
levemente el martillo-, 500 euros a las………
-¡Ofrezco 600!-intervino de súbito, -levantando la
mano aunque con el móvil apagado todavía-, la señora del sombrero violeta y el caro
armiño sobre los hombros que, desde el principio, permanecía sentada justo al
fondo, desde donde podía sopesar con suma facilidad la estrategia nerviosa del
resto de sus rivales asistentes esa tarde.
Después de infructuosas invitaciones del martillero
por una puja superior y en vista de que nadie más la superaba en favor de aquel
suculento lote, las muy pretendidas gemelas de Casandra fueron adjudicadas sin
remisión a la supuesta señora marquesa quién después de recoger su preciado capricho
que le aguardaba como es costumbre en el hall, saldrían juntas, cogidas del
brazo y discretamente seguidas de lejos por un desconsolado y de nuevo perdedor:
Plácido.
La subasta proseguiría hasta completar el catálogo
destinado para la tarde de hoy pero al joven Plácido ya no le interesaba en
absoluto el resto.
La señora marquesa aparentaba aproximadamente unos
cincuenta años. Hoy, a juego con el color de su sencillo sombrero, lucía los
párpados teñidos de violeta, las pestañas rizadas en extremo y sus profundos ojos
oscuros, perforados con un punto de luz en las pupilas que la hacía parecer más
pasional de lo que en realidad era, algo de colorete en las tersas mejillas y un
carmín encendido en los finos labios que, al sonreír, dejaban al descubierto
una sellada dentadura propia, aunque perdidamente empañada por los efectos que
suele dejar la nicotina tras tantos años de fumadora empedernida. Con su caro
armiño de siempre sobre los hombros y sin
ni siquiera sufrir cojera, solía hacerse acompañar, no obstante, de un fino y elegante
bastoncillo de caoba y empuñadura de marfil en el que se apoyaba falsamente
siempre al andar pero que, sin embargo, le resultaba muy eficaz en defensa propia.
-¿Tienen nombre tus preciosas gemelas, Casandra?
-pregunto no sin cierta picardía la marquesa una vez hubieron salido a la calle-.
-Sí, sí que tienen, -respondió risueña la joven-
Pili y Mili-.
-Mira que bien, y… ¿quién es Pili, si puede saberse?
–Preguntó con curiosidad de nuevo la señora marquesa-.
-La de la derecha, señora. -dijo señalando con el
índice de su mano izquierda el exuberante pecho, ahora cubierto, de aquel lado-.
-Llámame Pandora, si no te importa, querida. -Le
rogó encarecidamente la señora marquesa dedicándole su sempiterna sonrisa
empañada-. Me alojo aquí enfrente, en el Gran Hotel Emporium; así que démonos
prisa porque sólo disponemos de un par de horas escasas para nuestro disfrute-.
Plácido las vería alejarse sonrientes por la Gran
Avenida bajo el alumbrado eléctrico de la tibia noche estrellada en dirección a
la colosal puerta del hotel en cuyo umbral, el uniformado portero senegalés se
inclinaría ante ambas en señal de respetuoso saludo. Entraron jovialmente
animadas en el hall iluminado, dirigiéndose directamente hasta la recepción
desde donde, -para infortunio de Plácido-, ya no podían ser vistas por el joven
desde el otro lado de la acera; presumiblemente, -Dios lo quiera-, hasta
que dentro de un par de semanas volviera a intentarlo de nuevo; de pie,
impaciente, junto a la pesada cortina roja y amparado del todo por la obligada penumbra
que siempre, las tardes de subastas, envuelve el interior de la sala.
Resignado, ya de regreso a su casa, le resultaría de
consuelo el haberse cruzado casualmente con aquel hombre sin piernas, con su
larga y ligera mantita de lana escocesa de color beige extendida sobre los
muslos hasta rozar el suelo y guiado en su ergonómica silla de ruedas por su joven
y solícito mayordomo, camino de cualquier estación de servicio abierta a esa
hora de la noche donde poder hinchar su muñeca de goma de cuatrocientos euros,
de vistosos colores y cálida textura, para llevársela consigo inmediatamente a
casa, exponiéndose a la vista de cualquiera, sin importarle siquiera que sus
vecinos pudieran poner en duda su excelente y probada reputación, ganada a
pulso durante tantos años, ante la selecta feligresía de su comunidad.
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