RETRODEZCAN

Este imperativo es del todo incorrecto pero me resulta más contundente que el original RETROCEDAN. Por lo tanto, si la Real Academia de la Lengua Española me lo permite, desde hoy en adelante haré uso exclusivo de él.
Con RETRODEZCAN pretendo dar a conocer parte de mi obra pictórica, escultórica, fotográfica y, en menor proporción, literaria y, a la vez, mantener una corriente de opinión sobre los acontecimientos de naturaleza artística de hoy día.
Espero que tomeis la sabia decisión de manteneros a una distancia prudencial de mis opiniones aquí vertidas que no siempre tienen por que ser del agrado de la mayoría; ¿o, sí?

lunes, 11 de marzo de 2019

SEX SUBASTAS (SS) CUENTO PARA ADULTOS



Sex Subastas (SS) abría sus puertas cada día a las siete en punto de la tarde y se encontraba ubicada en el interior de un discreto palacete de finales del siglo XIX, de estilo modernista, en una esquina cuya puerta principal daba a la Gran Avenida pero que en la calle peatonal perpendicular a ésta, colindante con el cuidado edifico y frente al Gran Hotel Emporium, se abría otra puerta mucho más discreta y diminuta por la que también tenían acceso al interior aquellos otros clientes más reservados y tímidos.

Tal era el caso del joven Plácido, quién solía acceder siempre por la más pequeña, cuando el programa de Sex Subastas le era, como en esta precisa ocasión, más favorable que nunca. Su lote preferido era el número tres: las gemelas de Casandra, cuyo precio de salida cada dos semanas solía ser casi siempre de doscientos euros.

Una vez dentro, ocupó como de costumbre su sitio favorito. Un lugar cubierto de pesadas cortinas de terciopelo rojo que ocultaban los cuidados vestigios de lo que al parecer había sido antaño una sencilla capillita interior. La sala permanecía en todo momento en una agradable penumbra excepto el escenario situado al fondo, levantado a unos ochenta centímetros del suelo, perfectamente iluminado por una cruda luz cenital que no sólo concentraba toda la atención de los clientes en el mesón del subastador sino también en los distintos y atractivos lotes que se subastaban cada tarde. El catálogo impreso con los distintos lotes advertía además que, para intentar en lo posible mantener oculta la identidad de los clientes allí presentes, las pujas debían indicarse encendiendo previamente el móvil a mano alzada.

Cuando todo el mundo estuvo perfectamente acomodado en la penumbra y en silencio, dio comienzo la subasta; a las diecinueve y treinta en punto de aquella tarde.

El primer lote anunciado por el estirado y macilento martillero consistía en una atractiva muñeca hinchable, por el momento desinflada pero que, entre otros distintos atractivos como sus vistosos colores y su cálida textura, contaba con el de haber sido utilizada durante una noche, en su reciente visita a España, por el célebre actor americano George Clooney y cuyo precio de salida era sólo de doscientos euros.

-¡250 euros!  –ofreció, después de encender su móvil, el señor bajito del bigote junto a Plácido al comprobar en la pantalla iluminada sobre el escenario a oscuras una enorme foto de la entrañable muñeca hinchada en todo su esplendor-.
-¡300 euros! –gritó en tono agudo el del sombrero oscuro después de encender el suyo-.
-¿Alguien ofrece más?, -desparramando ahora la mirada por la sala el subastador-.
-¡400 euros! -contraorfertó en última instancia, antes de encender su móvil, el caballero de la silla de ruedas, a quién le habían amputado las extremidades inferiores a partir de las rodillas, grave detalle que trataba de disimular cubriéndose, hasta algo más abajo de dónde se le suponían los pies, con una larga y ligera manta escocesa de lana de color beige tendida sobre los muslos.
-¿Quién sube a 450 euros? -amenazó el subastador con el martillo de madera ligeramente alzado-.
-450 a la una, 450 a las dos y 450 a las tres. –ahora retador pero pausado-.
-Adjudicada al caballero de la silla de ruedas por cuatrocientos euros-.

A continuación le tocó el turno a un enérgico y enorme consolador-vibrador cuyo precio de salida alcanzaba sólo cien euros y que por unos trescientos cincuenta, acabaría llevándose una probable viuda de militar, oculta tras unas grandes gafas del sol pese a la penumbra que reinaba en la sala. Ya sólo faltaba una oferta más hasta llegar a la que desde hacía algún tiempo despertaba la obsesión de Plácido por adquirirlas; aunque fuera para disfrutarlas en privado sólo un par de horas.

Acto seguido ocuparía el escenario un joven guapo y atlético, de unos ciento ochenta y cinco centímetros de estatura y ochenta kilos de peso que respondía al pseudónimo de Gladiator que inmediatamente tomaría asiento en una diminuta silla dispuesta a tal fin sobre la tarima y bajo la diáfana luz cenital del foco que colgaba del techo. El precio de salida por hora y sólo para señoras era de ciento cincuenta euros.

Ante la presencia de Gladiator, un ronco murmullo femenino y algún que otro también masculino se elevó desde la platea, agitando la delicada penumbra que envolvía la sala mientras el subastador, algo azorado todavía por el revuelo suscitado, rogaba un poco de paciencia pero sobre todo: silencio, -por favor-.

Las pujas entre el personal femenino por Gladiator iban en constante aumento, progresivamente de cincuenta en cincuenta euros, de tal modo que después de once interminables intervenciones lumínicas de teléfonos móviles y un valor alcanzado de seiscientos euros la hora, -según contabilizaría impaciente Plácido-, el escultural atleta le sería adjudicado a una alta y delgada mujer de agradables facciones además de presumir de un ligero aspecto de elegante divorciada, aparentemente virtuosa, quién, inmediatamente, abandonaría la penumbra  que envolvía la sala en busca de su lote masculino ya completamente vestido y que por costumbre solía siempre aguardar en el iluminado hall a cada una de sus nuevas y sucesivas benefactoras.

Plácido comenzaba a sentirse algo nervioso, impaciente, pero prefería continuar de pie, siempre junto a la espesa cortina roja antes que aguardar cómodamente sentado la aparición de su tan, -más que esperado-, deseado lote.

Lote número cuatro del catálogo, -anunció ahora más que solemne el martillero dando paso a Casandra, quién, discretamente, flexionando con mucha lentitud sus gráciles rodillas, tomaría asiento en la misma sillita que ocupara anteriormente Gladiator. Precio de salida y por dos horas, tanto para damas como para caballeros, -continuó pregonando incesante el martillero-, doscientos euros. Sonaron entonces las trompetas de Jericó y en ese mismo instante, el fulgor cenital que proyectaba el foco de luz artificial que pendía del techo, se precipitaría con toda su crudeza sobre la delicada figura de la joven Casandra, quién despojándose perezosamente de la sencilla blusa blanca de organdí que vestía hasta aquel momento, dejaba por completo al descubierto lo que todo el público allí presente entendía que debían ser las dos gemelas anunciadas a subasta que no sin cierto misterio figuraban en el apretado elegante catálogo de Sex Subastas (SS) cada dos semanas y por las que justamente se desvivía el joven Plácido. El volumen de sus turgentes jóvenes pechos, rematados con total impunidad, resultaba tal, que la profunda sombra que éstos proyectaban, iluminados por el foco cenital del escenario, se extendía vertiginosa hasta alcanzar el bajo vientre de la joven. Como los culos, -con goma de borrar incluidas-, de lápices de doble diámetro, así parecían de rotundos sus oscuros pezones; tales eran sus insólitas proporciones.

Plácido introdujo nervioso la mano en el bolsillo interior de su chaqueta asegurándose de que aún conservaba los quinientos euros que había destinado aquella tarde a la subasta de su lote preferido.
Todo parecía ir bien. Las pujas iban en aumento, sucediéndose entre cincuenta y cien euros por cada ocasión. Él sólo tenía previsto pujar una sola vez; cuando se presentara la mejor ocasión y en el momento oportuno que, según su criterio, sería a partir de que una nueva puja alcanzara como máximo los cuatrocientos cincuenta euros.

El gordito sentado en el otro extremo del pasillo encendió por sorpresa el móvil y ofreció raudo por las gemelas cuatrocientos euros.

-¡Cuatrocientos euros por allí! -informó interesado el subastador señalando la figura borrosa del gordo.
-¡Cuatrocientos cincuenta! -anunció con móvil incluido una señora después de una esperanzadora pausa en beneficio de Plácido quién ya se había asido fuertemente a la espesa cortina roja para no caerse de emoción.

Esperó un instante, pausa larga y tensa y entonces se decidió. Encendió de improviso el móvil y aún espero un segundo más hasta gritar luego: ¡quinientos euros!

-¿Alguien da más?, –preguntó en tono intimidador y en voz más alta el martillero-.
-500 euros a la una, 500 euros a las dos y, -alzando levemente el martillo-, 500 euros a las………
-¡Ofrezco 600!-intervino de súbito, -levantando la mano aunque con el móvil apagado todavía-, la señora del sombrero violeta y el caro armiño sobre los hombros que, desde el principio, permanecía sentada justo al fondo, desde donde podía sopesar con suma facilidad la estrategia nerviosa del resto de sus rivales asistentes esa tarde.

Después de infructuosas invitaciones del martillero por una puja superior y en vista de que nadie más la superaba en favor de aquel suculento lote, las muy pretendidas gemelas de Casandra fueron adjudicadas sin remisión a la supuesta señora marquesa quién después de recoger su preciado capricho que le aguardaba como es costumbre en el hall, saldrían juntas, cogidas del brazo y discretamente seguidas de lejos por un desconsolado y de nuevo perdedor: Plácido.

La subasta proseguiría hasta completar el catálogo destinado para la tarde de hoy pero al joven Plácido ya no le interesaba en absoluto el resto.

La señora marquesa aparentaba aproximadamente unos cincuenta años. Hoy, a juego con el color de su sencillo sombrero, lucía los párpados teñidos de violeta, las pestañas rizadas en extremo y sus profundos ojos oscuros, perforados con un punto de luz en las pupilas que la hacía parecer más pasional de lo que en realidad era, algo de colorete en las tersas mejillas y un carmín encendido en los finos labios que, al sonreír, dejaban al descubierto una sellada dentadura propia, aunque perdidamente empañada por los efectos que suele dejar la nicotina tras tantos años de fumadora empedernida. Con su caro armiño  de siempre sobre los hombros y sin ni siquiera sufrir cojera, solía hacerse acompañar, no obstante, de un fino y elegante bastoncillo de caoba y empuñadura de marfil en el que se apoyaba falsamente siempre al andar pero que, sin embargo, le resultaba muy eficaz en defensa propia.

-¿Tienen nombre tus preciosas gemelas, Casandra? -pregunto no sin cierta picardía la marquesa una vez hubieron salido a la calle-.
-Sí, sí que tienen, -respondió risueña la joven- Pili y Mili-.
-Mira que bien, y… ¿quién es Pili, si puede saberse? –Preguntó con curiosidad de nuevo la señora marquesa-.
-La de la derecha, señora. -dijo señalando con el índice de su mano izquierda el exuberante pecho, ahora cubierto, de aquel lado-.
-Llámame Pandora, si no te importa, querida. -Le rogó encarecidamente la señora marquesa dedicándole su sempiterna sonrisa empañada-. Me alojo aquí enfrente, en el Gran Hotel Emporium; así que démonos prisa porque sólo disponemos de un par de horas escasas para nuestro disfrute-.

Plácido las vería alejarse sonrientes por la Gran Avenida bajo el alumbrado eléctrico de la tibia noche estrellada en dirección a la colosal puerta del hotel en cuyo umbral, el uniformado portero senegalés se inclinaría ante ambas en señal de respetuoso saludo. Entraron jovialmente animadas en el hall iluminado, dirigiéndose directamente hasta la recepción desde donde, -para infortunio de Plácido-, ya no podían ser vistas por el joven desde el otro lado de la acera; presumiblemente, -Dios lo quiera-, hasta que dentro de un par de semanas volviera a intentarlo de nuevo; de pie, impaciente, junto a la pesada cortina roja y amparado del todo por la obligada penumbra que siempre, las tardes de subastas, envuelve el interior de la sala.

Resignado, ya de regreso a su casa, le resultaría de consuelo el haberse cruzado casualmente con aquel hombre sin piernas, con su larga y ligera mantita de lana escocesa de color beige extendida sobre los muslos hasta rozar el suelo y guiado en su ergonómica silla de ruedas por su joven y solícito mayordomo, camino de cualquier estación de servicio abierta a esa hora de la noche donde poder hinchar su muñeca de goma de cuatrocientos euros, de vistosos colores y cálida textura, para llevársela consigo inmediatamente a casa, exponiéndose a la vista de cualquiera, sin importarle siquiera que sus vecinos pudieran poner en duda su excelente y probada reputación, ganada a pulso durante tantos años, ante la selecta feligresía de su comunidad.







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