LIZONDO
Era un hombre enjuto, fibroso, serio, cariñoso con los suyos. Gozaba de dos máximas: educación e higiene. Me encontró en la factoría, bajo las ruedas de una locomotora cuando reparaba sus frenos. Pronto me incorporó a su equipo de mantenimiento.
Me dio categoría, cobijo, y a veces alimentos. Cuando la tarde quería morir, me enseñaba a hilvanar letras, a conocer los malditos números; algo aprendí de la Edad Contemporánea donde guerras y reyezuelos escribieron la historia. También me dio lecciones de la vida.
El destino se empeñó un día en separarnos. Mi amigo se quedó en la gran urbe con sus luces de colores, ésas que juguetean haciendo rizos sobre el calor del asfalto. La ciudad donde sus torres y noches invitan al pecado.
Yo me volví a mis ancestros, a las llanuras del leído Quijano. En donde el sol antes de dormir hace las mezclas de colores sobre el suelo quemado. Es el lugar en el que las cepas retorcidas buscan el frescor de la noche y el viento solano espera el amanecer. Aquí me quedaré hasta que la pala me harte de tierra.
Pasó el tiempo pero no el olvido. Sin apenas proponérmelo, una hermosa mañana me encontré en la estación de Atocha. Por un momento me aburguesé y pedí un taxi, dirección Antonio López, 167. Terminando de pagar la carrera, pude observar a un hombre con gabardina blanca igual que su pelo, un bastón negro le ayudaba a cruzar la calzada. En la otra mano algo de pan. Seguí sus pasos y a corta distancia con voz clara y aguda le dije, ¡Miguel Lizondo Torán! Él, sin aminorar el paso y sin volver la cabeza, me contestó ¡Alejandro Matilla García!
Habían pasado cuarenta años. El abrazo fue eterno, las figuras del entorno se hicieron borrosas. Sobraron las palabras.
Me hizo girar sobre mí mismo, me invitó a desandar mis pasos. Desde el puente de la Princesa vi cómo levantaba su mano por última vez. A la semana siguiente murió.
Fue mi
padre, sin conocer a mi madre.
¡Adiós
maestro!
Alejandro Matilla García
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