El frágil tejadillo de plástico en doble vertiente que cubre el patio de luces, deja filtrar, a esa hora del día, un suave resplandor ambarino que apenas si consigue iluminar los dos tercios del espacio sobre el que gravitan los pisos superiores del inmueble. Sobre el tercio inferior, entre la planta baja y el tercero, desdibujando sus contornos y ángulos, flota casi siempre un denso vaho azulado que, aún en época de estío, sume el patio en una profunda trizteza y desde dónde emerge, en este preciso instante, la cabina de reducidas dimensiones que, como crisálida metálica de exraño insecto, reptando perezozamente por la cara norte que limita el espacio, la conduce en un trayecto cotidiano, rutinario y lento, pero a velocidad siempre constante hacia la luz del mediodia. Su capacidad no para más de tres personas y un máximo de trescientos kilos de peso, no le impide sin embargo cumplir con su objetivo. Mientras asciende o desciende, según los casos, pueden los viajeros, desde su interior, percibir los ecos apagados de toda suerte de ruidos domésticos; unos lo són de expresión humana: explosiones de júbilo, toses de enfermos y/o jubilados, llantos de criaturas, lamentos de amas de casa o blasfemias y amenazas de supuestos maridos. Otros lo són de expresión mecánica: vibrar de viejas cañerías merced a la presión del agua liberada de sus entrañas a través de fregaderos y cisternas, centrifugados de viejas lavadoras automáticas o la insufrible verborrea, a cualquier hora del día, que producen concursos y culebrones de serie campando a lo ancho de las pantallas y emitidos por las distintas cadenas sintonizadas en los canales de los televisores. Si el espejo del panel del fondo, habitual por lo común en la mayoría de los ascensores fuera, en este caso, sustituido por una ventanilla de similares proporciones, cabría la posibilidad, no ya solo de escuchar sino, además, de poder contemplar, a través de ella durante el trayecto, el santuario de ropa recién lavada, permanentemente tendida, como tratando de ocultar a los ojos de cualquier viajero, los desconchados que produce la humedad en la pared opuesta dónde, obviamente, se abren, por pisos y a pares, las galerias de sus respectivos aunque nada respetables inquilinos.
continuará................
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