La reacción del duque apenas se hizo esperar. A partir de la mañana siguiente, tomando como una orden lo que tan sólo había consistido en un inocente deseo de la triste princesa, el flaco Marichalar se pondría inmediatamente manos a la obra. Comenzaría a frecuentar restaurantes baratos y a asistir a durísimas sesiones de ejercicio físico en nauseabundos gimnasios de barrio (bajo distinta personalidad, claro). No contento aún con los ganchos y directos que le propinaban boxeadores de segunda fila creyéndole un anónimo plebeyo, se volvería entonces adicto a los anabolizantes comprados sin garantia alguna a través de Internet. No tardaría en aumentar considerablemente de peso gracias a los cientos de calorías consumidas a la mesa de ciertos comederos industriales americanos de los muchos que hoy pululan por las grandes ciudades españolas. Su musculatura adquiriría rápidamente unas descomunales proporciones acordes sin embargo a su ya de por sí excesiva masa corporal alcanzada en virtud de la cantidad de grasa acumulada por la inadecuada ingestión diaria de comida basura sin control. De pronto, sin que nadie lo esperara y pese a ciertas serias advertencias observadas desde el mismísimo seno de la Casa Real, le sobrevendría el gravísimo ictus que todos ya conocemos y que le produciría las graves lesiones físicas cuyas secuelas le arrojarían irremisiblemente en brazos del fácil, liviano y supérfluo MUNDO de la MODA.
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