Al reencontrarme de nuevo frente a la foto de esta interesante niña no pude por menos que acordarme de su extraordinario padre. Nadie diría que hayan pasado ya unos treinta y cinco años desde que la fotografiara por única vez aunque por encargo de su progenitor en los alrededores de la que fuera, por un tiempo, mi casa de la Orotava.
Mantenía con su padre una exelente amistad que no se traducía, precisamente, en hacer gala pública de ella si bién la mayoría de sus amigos se jactaban muy mucho de airear la propia.
Quizás todos ustedes se estén preguntando a quién me puedo estar refiriendo con tanto misterio pero prefiero no desvelarlo hasta el final, de modo que no les quedará más remedio que leer toda la crónica o bien saltarse todos estos párrafos y aterrizar directamente en la última linea si desean saber de quién se trata.
Sólo puedo decir que su finísimo humor nos resultaba extraordinario y consecuencia de ello fueron las interminables veladas que mantuvimos en compañía de unos pocos y donde acudíamos a no tomarnos la vida en serio. Muy a menudo y para guardar ciertas apariencias no tuvimos más remedio que sí tomarnos la vida bastante en serio si queríamos subsistir con cierta dignidad en el seno de una sociedad tan politicamente conservadora como aquella de los años setenta pero tales reuniones clandestinas sirvieron siempre para minimizar ciertas prohibiciones relacionadas con la muy ansiada libertad de expresión tan reprimida entonces para terminar la velada satisfechos, opinando de todos y sobre todo. ¡¡Y como nos reíamos!!.
Como músico tuve que sufrir varias veces las censuras hechas a los textos de algunas canciones por algún que otro director de hotel del Puerto de la Cruz donde habíamos sido contratados como artistas. ¿Os parece mentira?, pues no. Concretamente, una vez en el Hotel Las Vegas.
Cierta noche, el padre de la niña se ofrecio a llevarnos a mi mujer y a mi en su aparatoso y divertido CADILLAC. En una cuesta que conducía hasta un lugar conocido como LA PLAYITA, junto a la que se encontraba nuestra casa, aquel gran vehículo americano se detuvo inesperadamente; se había quedado sin gasolina. Mientras Carmen y yo aguardábamos cómodamente sentados, nuestro anfitrión tuvo que ir, y volver caminando, hasta la gasolinera de Las Arenas de donde regresó al cabo de una hora con una garrafa de cinco litros de combustible.
Me refiero a JOSÉ CARLOS, "El pintor".
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