19 abril, 2010 - 10:48
Un amigo
Tuve un amigo en mi
adolescencia que me ayudó a conservar la risa en un tiempo que era muy
poco propicio a la risa. Tenía un gran sentido del humor, mostraba
siempre una enorme disponibilidad de tiempo, era capaz de conversar de
cualquier cosa con tal de tener a los demás entretenidos. La vida luego
nos llevó por circuitos distintos, y de vez en cuando recibía noticias
suyas a través de gente de mi pueblo o de alguno de sus parientes. Se
llama José López Bonilla, y murió ayer, después de una enfermedad muy
grave, de enorme sufrimiento. Era hermano de Zoilo López Bonilla,
artista plástico, fotógrafo que almacena en su memoria algunas de las
mejores instantáneas del Puerto de la Cruz de nuestra generación. Pepe
era su hermano menor. Vinieron al Puerto cuando yo era un chiquillo, y
conocí pronto a Pepe. Él trabajaba en la recepción de un hotel, cerca de
mi colegio, y por las tardes, cuando yo no iba a clase, que era con
mucha frecuencia, charlábamos por teléfono de todo lo que sucedía en el
pueblo. Su sentido del humor se parecía a ese humor caribeño que luego
descubrí en Tres tristes tigres; era chispeante y feliz,
rapidísimo, contaba las cosas con la alegría de quien se las encuentra
frescas en su ingenio; su generosidad conmigo fue grande. Se quitaba
tiempo del tiempo que tenía para contarme historias de su invención con
las que me mantenía alerta acerca de lo que sucedía en la vida que
estaba más allá de mi cama y de mi casa. Mi hermano, que era muy diestro
en el manejo de los aparatos eléctricos o electrónicos, cambio de sitio
el teléfono de baquelita de mi casa, lo quitó de la entrada y lo colocó
en la cabecera de mi cama, para que en días de convalescencia, que eran
muchos, pudiera hablar con dos amigos, Pepe y Rafa; Rafa era --y es,
afortunadamente-- Rafa Cobiella, compañero de clase. Rafa me contaba qué
pasaba en el colegio y Pepe me contaba qué pasaba en la vida. Ese mismo
teléfono me sirvió luego para comunicar con el periódico Aire Libre,
que es donde empecé a publicar mis crónicas, como corresponsal
futbolístico en la zona norte de la isla. Hasta mi casa llegó después
Salvador Pérez, que se firmaba Paladín, y era el que se llevaba esas
crónicas directamente a la redacción de aquel semanario. Pero mi manía
telefónica, que muchos amigos me reprochan, nació precisamente para
hablar con Pepe y Rafa. Pepe ya no está, y eso me produce una congoja,
una herida, de la que he querido escribir hoy en medio de un día
nublado, extenuante, en la ciudad postiza. Pepe López Bonilla, un
ingenio inagotable cuyos días acabaron pero cuya memoria me llena de
gratitud y de buen recuerdo.
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