El testimonio de uno de sus vecinos más próximos prueba que la última vez que se vió a la casera con vida fue asomada a la ventana de su casa la tarde anterior mientras degustaba un cucuruchito de maní comodamente apoyada en el alfeizar.
La casera fué hallada muerta en decúbito prono sobre su propia cama sin aparentes signos de violencia. Su propia hija la había encontrado ya muerta hacia mediodía, cuando huyendo del tórrido calor del trópico se presentó de improviso en casa de su madre buscando refugio, sombra y algo fresco para beber.
Daba la impresión de haber sido un suicidio por ingestión de algún tipo de barbitúricos según se desprendía de la autopsia practicada algunas horas más tarde. Sin embargo, aquella viuda mulata parecía no tener enemigos entre sus escasas amistades lo que suponía una seria dificultad en la investigación abierta por la policía. Además, el móvil del robo había sino del todo descartado a pesar de la renta mensual que percibía y que le proporcionaba el alquiler de un pisito en el barrio viejo, heredado de su difunto esposo y cuyo inquilino no era otro que el célebre manisero.
El manisero fue llamado a declarar; al principio sólo en calidad de testigo pero algo más tarde como imputado a tenor de las pruebas acústicas que obraban en poder de la policía local y que le hacían sospechoso de asesinato en primer grado por envenenamiento.
Solicitadas las pruebas por el fiscal, la policía entregó un casette en cuya cinta magnética aparecía grabada la propia voz del manisero pregonando su deliciosa mortal mercancía y que decía así:
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