Cuando por fin pude acceder a la gran estancia, encontré al SR. PRESIDENTE en un absoluto y lamentable estado de total descomposición. Yacía estirado sobre el butacón, los brazos a lo largo del cuerpo, la piel del rostro y las manos rigidamente apergaminadas y los extremos de los también acartonados dedos de los pies apuntando perpendiculares al techo mientras los agrietados carcañales permanecían apoyados sobre la superficie de la mágica alfombra de su lujoso despacho presidencial.
Sin embargo y como aún respiraba, me apresuré a administrarle media docena de galletitas en forma de obleas y medio vasito de leche tíbia traidos expresamente de la despensa con lo que, a pesar de todo, fué recuperándose de forma paulatina.
De pronto se irguió y comenzó a deambular sin rumbo aparente a la manera de esos cochecitos mecánicos de juguete que al chocar contra las paredes cambian repentinamente de dirección.
-¿Como está el patio? -me preguntó.
-Tanto la prima de riesgo como la tasa de paro han descendido notablemente, -mentí yo en su propio beneficio.
Él sonrió entonces sin saber todavía que yo ya había sido despiadadamente despedido.
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