La primera Coca-Cola que degusté en mi vida la había
traído desde la Habana, Dulce “La
Cubana”, madrina de mi amiguito Antoñito Duque. Por entonces vivíamos en La Cuesta y
contábamos entre nueve y doce años, aproximadamente.
Al parecer, Dulce “La Cubana” habría regresado a Canarias
presintiendo la huida del entonces dictador cubano y el triunfo definitivo de
la revolución que se produciría años más
tarde con la entrada en la Habana de Fidel en Enero de 1959.
Aquella Coca Cola representaba para la misteriosa Dulce
el símbolo de la prosperidad y el paradigma del bienestar del que, según ella, se disfrutaba
en lo que otros consideraban el patio de recreo en el que se había convertido la capital cubana durante
la dictadura de Fulgencio Batista.
Desde 1939 nosotros ya sufríamos una férrea dictadura
bajo la que, tanto Antoñito Duque como yo mismo, habíamos nacido y por lo tanto
sin posibilidad alguna de poderla
comparar con tiempos pretéritos; aunque ni siquiera se nos ocurría tal
posibilidad.
La dichosa Coca-Cola no había despertado en nosotros
especial curiosidad. Dudábamos de su envase, de su temperatura y sobre todo de
su color que no se correspondía con aquellos otros, amarillos y naranjas del
ORANGE CRUSH de entonces. Obligados por Dulce a degustar, según ella, aquel delicioso
elixir, con la misma cautela con que le dimos el primer sorbo, así también lo
escupimos respetuosamente y en silencio, a los pies de la recién llegada cubana.
Si aquel sabor, aquel color y aquella temperatura
representaba el paradigma de una sociedad moderna, capitalista y libre (Dulce dixit),
hubiera sido, quizás, mejor esperar a que aquella esperanzadora revolución
liderada por Fidel hubiera creado, para nosotros los niños, un brebaje mucho
más fresco y más luminoso que la dichosa oscura Coca Cola.
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