RELATO DE FICCIÓN INSPIRADO EN EL ÚLTIMO ACCIDENTE AÉREO OCURRIDO EN COLOMBIA.
I
Para quiénes se hallasen próximos, el
ruido hubiera resultado ensordecedor. En el fondo del valle, una joven pareja
de campesinos había creído oír los motores de un avión volando bajo hasta que
el brutal e inesperado impacto del
aparato en la cima de la cordillera llegó hasta ellos con suma nitidez
aunque amortiguado por la distancia que
les salvaba y reverberado casi tres veces por el eco.
El marido calculó la distancia del
supuesto accidente por la cantidad de
veces que el eco se había pronunciado; según sus cálculos, el siniestro se
habría producido a unas seis horas de marcha a pie desde su humilde cabaña
situada en las profundidades de aquel angosto valle.
Mientras su joven esposa preparaba
unas mantas, algo de comida y agua para socorrer a los posibles heridos, su
marido colocaba los arreos en el mulo que habría de transportar la intendencia
hasta el lugar del siniestro con la sana intención de prestar ayuda a los
supervivientes, si los hubiere. Aún no eran las nueve de la mañana cuando
partieron montaña arriba a través de un peligroso sendero que apenas ellos
mismos sí conocían pero que les resultaría ser el más idóneo hasta llegar a la
cima de la cordillera.
Al cabo de, aproximadamente, tres
horas de lenta y penosa ascensión, cuando supuestamente habrían recorrido ya la
mitad del camino que les separaría del avión siniestrado, advirtieron a lo
lejos una oscura silueta que descendía lentamente, a trompicones, por la ladera
de la montaña en dirección al valle desde donde ellos habían salido de mañana. Para
entonces era ya mediodía.
La pareja aprovechó tal circunstancia
para descansar un poco mientras el desconocido, a duras penas, se aproximaba hasta
ellos visiblemente esperanzado. Sus ropas hechas girones y su penoso estado,
hacían suponer, a pesar de conservar consigo el negro maletín desde que
abandonara el lugar del suceso, que se trataba de un sobreviviente del
lamentable accidente ocurrido. Según confesaría al llegar, el único
sobreviviente del conjunto de pasajeros y tripulación de la aeronave ahora
siniestrada.
El sol se encontraba ya en su cenit.
Tras cubrirle la cabeza con un sombrero de paja, le proporcionaron algo de
bebida y comida y arropándolo con una de las pesadas mantas que habían traído
consigo le hicieron sentar un rato. Tras el breve descanso, le subieron a lomos
del mulo y comenzaron el descenso hacia la vivienda en el fondo del valle donde
recibiría cobijo y primeros auxilios hasta la llegada en su momento de los
equipos de rescate. Le destinaron un viejo catre junto a la cocina, cerca del
fuego, y el pasajero, bajo los efectos aún del schock sufrido, maltrecho y cansado, se quedó profundamente dormido
al calor del hogar sin ni siquiera haberse desprendido del negro maletín que le
había acompañado hasta allí.
Una vez se hubo dormido, la pareja se
dirigió al cobertizo dónde, después de librarlo de sus arreos, abandonaron al
mulo a su suerte ante una paca de heno fresco.
-Ese maletín debe contener algo muy
valioso para que lo tenga asido todo el tiempo, pensaba en voz alta el marido aunque dirigiéndose a
su mujer.
-¿Tú crees? –respondió ella.
-Sí, -asintió el marido gravemente-. Habrá que hacer algo si finalmente queremos
salir de aquí para siempre.
-Y….. ¿Qué piensas hacer? –preguntó
ella temiéndose la respuesta.
-No lo sé aún, pero lo que haya que
hacer, –sentenció el marido-, ha de ser cuanto antes, antes de que los equipos
de rescate localicen el lugar del siniestro y se presenten en la cima.
Silencio.
-Tú aguarda aquí, -inquirió de pronto
el marido-, y sin pensarlo dos veces, salió del cobertizo, cruzó el patio de
tierra y entró sigiloso en la cocina. El pasajero dormía profundamente pero los
nudillos de su mano derecha blanqueaban por la presión ejercida sobre el asa
del negro maletín que sostenía. Un maletín con el doble de profundidad que un
maletín convencional. Atravesó la cocina hasta el dormitorio y regresó de nuevo
con una gruesa almohada de matrimonio. Sin hacer el menor ruido, acercándose
hasta la cabecera del catre, se dejó caer de improviso sobre el cuerpo dormido
del hombre con la almohada por delante,
entre su pecho y el apacible rostro de su víctima que bajo el peso del joven campesino apenas si
pudo ni tuvo tiempo de reaccionar. El pasajero se agitaba con cierta dificultad
sin poder librarse de la fuerte presión que ejercian sobre él. Tras unos cinco
minutos de endeble forcejeo había fallecido. Su mano se abrió con lentitud y el
maletín se deslizó con suavidad sobre la
manta hasta caer pesadamente contra el suelo de madera de la cocina.
Desde el cobertizo su mujer oyó el golpe
y, de improviso, se presentó allí.
Haciendo caso omiso del muerto que
aún continuaba tendido sobre el catre en decúbito supino con la almohada
prensada sobre el rostro, la mujer consiguió por fin abrir el dichoso maletín.
En su profundo interior aparecieron, como por encanto, cientos de fajos de
billetes de quinientos euros que suponía una grandísima fortuna para alguien
que como ellos nunca tuvieron nada.
-Hay que darse prisa, -dijo él-. Apaña una funda grande de almohada, introduce
en ella todos los fajos de billetes, átala por un extremo y escóndela bajo las
tablas del piso de la cocina. Yo cargaré el cadáver junto al maletín sobre el
mulo y partiré al amanecer hasta la cima donde los depositaré entre los restos
del avión siniestrado. Espero que mientras tanto no aparezcan los servicios de
rescate.
¿A qué horas volverás? –preguntó
tímidamente la mujer.
-Entre ir y volver me llevará unas
doce horas, -calculó el marido. Si salgo antes del amanecer, como tengo
previsto, estaré de regreso sobre las seis de la tarde.
Con las primeras luces de un nuevo
día, el campesino ya había cargado el mulo con el negro maletín y el cadáver
envuelto en una manta. Desayunó antes de partir y se dispuso luego a iniciar el
largo camino que les llevaría hasta la cima. Su mujer le saludó desde el porche
mientras él se ponía en marcha tirando como siempre del mulo con el muerto y su maletín vacio a cuestas.
Llegaron cansados pero sin novedad
alguna. En la cima el panorama resultaba visiblemente desolador. Por fortuna
los cadáveres no habían entrado aún en descomposición y se respiraba el sano
aire de la cordillera en medio de un silencio local dentro de otro silencio
mucho más denso y algo más cósmico: el que proporciona la salvaje naturaleza a
esa altitud. Decenas de cuerpos mutilados se hallaban esparcidos en doscientos
metros a la redonda, maletas destripadas con las vísceras de algodón, lana,
tela, cartón, etc., muchísimos zapatos
de un solo pié, trozos de plásticos de
todos colores, botellas rotas, asientos desperdigados por doquier con algunos
cadáveres sentados cómodamente todavía en ellos, reactores fracturados, el tren
de aterrizaje reventado y cientos de piezas del aparato repartidas por la vasta
superficie de la cima además de la mayor parte del fuselaje. Sólo una pequeña
parte de él se conservaba en buen estado, con sus tres o cuatro ventanillas
intactas y algunos asientos en perfecto orden
fijados en su interior.
Se dio prisa y depositó el cadáver
junto a otro en cuyo costado se encontraba un mediano cojín de color azul.
Junto al cojín dejó caer el maletín abierto y se alejó del lugar a lomos de su mansa cabalgadura en dirección
al profundo valle donde le aguardaría impaciente su mujer para cenar hoy en la modesta
mesa de la cocina bajo cuyo suelo de tablas escondían la solución perfecta a un
ansiado porvenir.
II
Sólo después de recobrado el
conocimiento, al conseguir zafarse al fin del cinturón de seguridad que lo
mantenía fijado al asiento en el único trozo de fuselaje que había quedado en
perfecto estado tras el brutal impacto inicial, fue cuando tomó verdadera conciencia de la
gravedad de lo ocurrido. No pudo creer que fuera el único pasajero en haber resultado ileso de tan aparatoso accidente. Por fortuna, el combustible debió haberse
agotado durante el vuelo, lo que habría evitado, para su suerte, el posterior
incendio del aparato. Antes de salir al exterior, se tomó un tiempo prudencial para
reflexionar y cerciorarse de que no habría sufrido ninguna fractura ni lesión
de importancia que pudiera acarrearle consecuencias trágicas. No se molestó
siquiera en buscar su equipaje de mano porque en esa situación lo encontraba
del todo innecesario. Sus vestidos estaban hechos jirones pero comparado con la
enorme fortuna que había tenido, aquello carecía de la menor importancia.
Una vez fuera, el panorama resultaba
visiblemente desolador. Por fortuna, los cadáveres no habían entrado aún en
descomposición y se respiraba el sano aire de la cordillera en medio de un
silencio local dentro de otro silencio mayor y cósmico: el que proporciona la salvaje
naturaleza a esa altitud. Decenas de cuerpos mutilados se hallaban esparcidos
en doscientos metros a la redonda, maletas destripadas con las vísceras de
algodón, lana, tela, cartón, etc., muchísimos zapatos de un solo pié, trozos de plásticos de todos colores,
botellas rotas, asientos desperdigados por doquier con algunos cadáveres
sentados cómodamente todavía en ellos, reactores fracturados, el tren de
aterrizaje reventado y cientos de piezas del aparato repartidas por la vasta
superficie de la cima además de la mayor parte del fuselaje. Sólo una pequeña
parte de él se conservaba en buen estado, con sus tres o cuatro ventanillas
intactas y algunos asientos en perfecto orden, entre ellos el suyo, que le
preservaría de una muerte casi segura.
Reparó en alguien que agonizaba junto
a unas rocas asido a un maletín negro de mayor profundidad que un maletín
convencional al que, curiosamente, se aferraba con mayor tenacidad que a la
propia vida. Se acercó en silencio y comprobó que aquel hombre, de unos
cincuenta años, con múltiples fracturas abiertas en su cuerpo y traumatismo
craneal severo, cuya mirada incolora parecía ver a través del cuerpo del
visitante, balbucía algo que el pasajero ileso no lograba entender. El recién
llegado creyó reconocer en su persona a un alto funcionario del gobierno de la
nación: un embajador o un nuevo ministro quizás. Luego de arrebatarle el maletín negro y lograr abrirlo sin
dificultad, en su profundo interior
aparecieron como por encanto, aparte del título de VALIJA DIPLOMÁTICA que
arrojaría entre los escombros, cientos
de fajos de billetes de quinientos euros, lo que suponía una grandísima fortuna
para alguien que como él nunca tuvo nada. De pronto reparó en el cojín azul que
se encontraba a su lado y tomándolo con decisión, convencido en conciencia
de ahorrarle el sufrimiento innecesario de
la agonía, se lo aplicó en la cara,
presionando fuertemente de tal manera con ambas manos que al cabo de cinco minutos escasos había
fallecido.
Antes de abandonar definitivamente el
lugar, echó un vistazo alrededor para comprobar que nadie más, excepto él, continuaba
aún con vida. Inició el descenso no sin
dificultad, exhausto, con el negro maletín siempre a cuestas y ante el temor de
que los helicópteros de los equipos de rescate localizaran el paradero del
aparato siniestrado. Al cabo de unas interminables tres horas de marcha atisbó,
por fin, en la distancia a una joven pareja y su manso mulo que ascendían
penosamente la cordillera con toda seguridad en su auxilio. Fue entonces cuando
aliviado, mirando al cielo, pronunció estas sentidas palabras: ¡GRACIAS SEÑOR!.
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