Recuerdo que la primera y única vez que estuve en el recinto del Loro Parque del Puerto de la Cruz fue en el año 1978, fotografiando a la entonces Miss Tenerife Elvira Dundersdorf a instancias de Marina, cuya peluquería se encontraba junto a la antigua Oficina de Correos y frente al estudio de Foto Fregel en la calle Agustín de Betancourt. Por aquel entonces, aquel frondoso recinto cerrado en Punta Brava sólo ofrecía, aparte de su extraordinaria flora, un modesto espectáculo protagonizado por unos simpáticos multicolores papagayos pero que yo no llegué a presenciar en aquella ocasión, ocupado como estaba en plasmar la espléndida belleza de la Miss en cuestión, lo que en sí mismo ya me parecía todo un gran espectáculo
Así y todo, pese a ser el Loro Parque tan atractivo para los turistas en general, nunca me movió auténtica curiosidad por visitarlo a conciencia. Encontré algo en él en aquella única ocasión que nunca llegó a convencerme. ¿La razón? –aún hoy la desconozco.
Una vez instalado definitivamente en Cataluña, ningún peninsular que hubiera estado de vacaciones en Tenerife, concretamente en el Puerto, me lo perdonaría. Sería precisamente en Barcelona donde tuve conocimiento del ingreso en cautividad del resto de animales que fue componiendo su fauna particular, animales a los que yo seguía amando, precisamente, a través de las hermosas fotografías en color y al aire libre de la revista National Geographic y otras por el estilo.
Aún continúo en Cataluña y por el DIARIO de TENERIFE, con el que colaboro asiduamente, me entero de que dicha entidad, también nos ha querido robar parte de nuestro extraordinario paisaje con el que me siento directamente vinculado por haber nacido, hace ya setenta años, en el precioso municipio de La Laguna. Y lo ha intentado precisamente durante mi larga ausencia, lo que me hace sentir culpable de haberle abandonado en su día a su peor suerte. Sin embargo, lo que me consuela no sólo es el tesón demostrado de mis entrañables paisanos en la defensa (J.M. García Ramos y otros) de su flora sino, también, aquella otra resistencia que mantienen, -a pesar del tiempo y los avatares-, los centenarios eucaliptus amenazados, defendiendo ellos mismos con inusitado tesón su extraordinario hábitat natural dónde, -por derecho y además, hoy por decreto-, les corresponde para siempre estar.
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