La mayor tragedia que puede ocurrirle a cualquiera es, precisamente, la que jamás te esperas, como en el caso de ayer en Tenerife, en el que disfrutas plácidamente de un radiante día de sol y mar en primavera y te sorprende la muerte sin remedio.
Una enorme ola, a lomos de cuya cresta cabalgaba, silenciosa de blanca espuma, la muerte, rompió ayer bruscamente contra la lava petrificada del litoral de Santiago del Teide provocando una tragedia, ceñida de imprudencia, que se saldó con la muerte de dos despreocupados bañistas.
Como canario, me sumo al dolor de sus familiares y amigos. Que en paz descansen.
Pero no olvidemos que el mar continúa cobrándose su rédito humano por muy distintas razones a tener cada vez más en cuenta: debido a imprudencias, como en el caso de ayer, al esquilmo de sus aguas, al cambio climático que nos afecta tan directamente, a los vertidos incontrolados, etc., etc. pero tampoco debemos ignorar que el mar se cobra otros réditos, también humanos, entre muchos de aquellos que, por encontrar una vida mejor, transitan por él sin rumbo, en condiciones, la mayoría de las veces, infrahumanas, huyendo de terribles guerras y de la hambruna, eligiendo para su destino rutas imprevisibles y en peligro evidente de zozobra. Y esos réditos que se cobra el mar, suelen ser casi siempre vidas humanas, casi anónimas, que lo único que poseen es un mínimo de esperanza de alcanzar un futuro decente en cualquier lugar. Para todos ellos, también mis condolencias.
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