Cuando digo que a mí ya no me interesa el futuro, no me refiero en absoluto a que, -como muchos puedan suponer-, siga anclado todavía en el lejano pasado sino que el presente siempre será considerado por mí como lo más inmediato y tangible a mis intereses personales. Y mientras en este mundo siga con vida en el presente, ¿qué me importa a mí el dichoso futuro?
En cualquier caso, considero el presente como lo más inmediato al futuro, de modo que -cuando al fin fallezca- lo haré irremisiblemente en tiempo y cuerpo presente mientras que el concepto de futuro, por ahora, seguirá siendo para mí una romántica quimera como también pueda serlo ese otro concepto de felicidad siempre perseguida y deseada por el ser humano.
El futuro empezará a existir, por lo tanto, a partir de que cada uno de nosotros ya dejemos de estar físicamente presentes en este vasto mundo que nos rodea; un mundo que será cada vez más pequeño en función de su aumento demográfico aunque, a la vez, mucho más robotizado y tecnológico si cabe, en el que las ideas y conceptos irán, por fuerza, derivando, cambiando y adaptándose paulatinamente de contexto y significado gracias a la aplicación de nuevas filosofías de vida creadas, ex profeso, para afrontar el fenómeno imparable que se espera de una nueva y exigente civilización.
Un ejemplo de lo que me imagino podría ocurrir haría referencia al concepto de trabajo que les espera a los futuros vivos.
Hoy en día, un desempleado, por ejemplo, cobra un subsidio bien merecido de desempleo por no encontrar trabajo estable en el agitado mercado laboral, saturado como éste se halla por la alta precariedad en el empleo. En ese futuro del que hablo, el sistema establecido para entonces podría asumir el riesgo de pagarte, -sin ninguna dificultad-, por no trabajar en absoluto lo que significaría que mientras un elevado número de personas cobrarían por no hacer prácticamente nada, otro amplio sector de la población podría muy bien beneficiarse de ello y disponer así de trabajo fijo y bien remunerado el resto de sus vidas laborales, con lo que se establecería un nuevo código de conducta aceptado filosoficamente por todos y por el cual, -el simple hecho de renunciar voluntariamente al trabajo, -aunque cobrando-, garantizando así el de otros muchos para que lo llevasen a cabo cómodamente y con eficacia, sería visto en su nuevo contexto como una novedosa forma de suma generosidad manifiesta, un verdadero sacrificio humano por parte de los primeros, en favor del resto de la clase trabajadora activa mundial.
No cabría pues ruborizarse al admitir que “VIVO SIN TRABAJAR”
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