Entre el cauce del barranco de Tabares y mi domicilio en el Callejón Piñeiro mediaba un largo trecho. Entre ambos puntos y al final de la calle de San Juan, un pequeño estercolero doméstico mostraba todo aquello que ya resultaba inservible para los vecinos más próximos del barrio y que de tanto en tanto arrojaban en aquel lugar. Desde viejos periódicos y cartones hasta baratos muebles desconchados, además de juguetes rotos, latas y botellas vacías, ropa usada y un sinfín de cosas de las que nosotros los niños, ni siquiera conocíamos su verdadera utilidad. Éstas, precisamente, eran las que, entre nosotros, más se cotizaban.
Al otro lado del barranco, comenzaba el barrio de La Candelaria, fuera ya de nuestra jurisdicción infantil por prescripción estrictamente materna.
-No anden por ahí no vayan a coger alguna enfermedad, -nos advertía mi madre cuando salíamos a jugar en aquella dirección.
Para entonces y sin saber exactamente la razón, a la mayoría de madres del barrio les dio por colgarnos del cuello una especie de escapulario que consistía en una pastilla cuadrada de alcanfor de, aproximadamente, unos tres por tres centímetros y uno de fondo, forrada de tela y que, supuestamente, nos preservaba contra posibles bacterias y determinadas infecciones fáciles de contraer, sobre todo, por picaduras de mosquitos u otros insectos, susceptibles todos ellos de encontrarse en las inmediaciones del vertedero, en el oscuro interior de las cuevas o en los húmedos fondos del barranco donde cada día acudíamos a jugar.
Inmunizados, como entonces nos creíamos, por el intenso aroma desprendido del alcanfor del escapulario, ya no existía pues obstáculo alguno que se interpusiera en el camino de nuestra banda, --ni siquiera el temido tifus-, para amueblar debidamente la cueva que nos servía de refugio y escondite de nuestros otros enemigos. Ni que decir tiene que aquel sencillo y maltrecho mobiliario nos lo facilitaba el mentado vertedero al final de la calle de San Juan.
Lo peor de enfermar entonces no era tanto la enfermedad en si misma cómo el hecho de conseguir el medicamento apropiado para vencerla adecuadamente, sobre todo, si el remedio prescrito resultaba ser PENICILINA.
No supimos cómo pero enfermé de fiebres tifoideas. De nada sirvió el milagroso escapulario materno de alcanfor . No parecía grave en un principio pero resultaba del todo imprescindible para mi curación la administración inmediata de unos antibióticos que, en aquel entonces, -años cincuenta del pasado siglo XX-, no se encontraban fácilmente en el mercado farmacéutico. Mi padre recurrió entonces a los servicios clandestinos de los estraperlistas de turno que, supuestamente, pululaban a la sazón en torno al muelle de Santa Cruz hasta lograr hacerse, -luego de pagar una considerable suma para nosotros de doscientas pesetas de la época-, con algo de penicilina y que, según todos los indicios, resultó suficiente para acabar con aquella peligrosa bacteria de salmonella y salvarme así la vida.
De modo que, una vez curado, abandoné definitivamente la banda a la que había permanecido fielmente durante la infancia y fiché por el Infantil Candelaria para dedicarme de lleno y en serio a la práctica del fútbol.
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