Los adultos de mi generación, es decir, aquellos que nacimos a mediados de los años cuarenta del pasado siglo estarán de acuerdo conmigo en admitir que los niños de entonces no solíamos tener, en general, sobrepeso. Quizá el motivo de aquella frágil delgadez infantil se debiera a la total ausencia de bollería industrial en los mercados de entonces o más bien a la falta de nutrientes indispensables de cualquier otro tipo que ni yo mismo echo de menos hoy en día. Sea como fuere, no creo en absoluto que los planes de desarrollo del régimen de entonces, paralelos a aquella inestimable ayuda americana que Cáritas Española se ocupaba de distribuir entre los pobres, fueran más que suficientes, a pesar de todo, para conservar nuestra esbelta figura sin llegar a plantearte siquiera si aquella leche en polvo de la que nos proveían semanalmente los curas, sería o no perjudicial para nuestra sólida salud, máxime cuando niños como yo la comíamos (no la bebíamos) en taza, rociada sobre la superficie de azúcar de caña de Cuba, con cuyos blancos sacos, por cierto, regalados por el ventero del barrio, mi madre solía confeccionarnos unas excelentes y frescas camisitas de verano que estrenábamos por San Roque en La Laguna.
Este preámbulo lo traigo a colación porque ya con los años, recordando nuestra primera etapa escolar, admito haber echado mucho de menos la figura del típico compañero de clase algo más gordito que nosotros y que por su notada ausencia sólo habíamos de encontrarle, como simpático personaje, formando parte de las viñetas de los “colorines” que de vez en cuando alquilábamos, para leerlos sentados, delante del “carrito” de caramelos que por una perra gorda su propietario nos permitía ojear durante un tiempo determinado.
Cuando en la actualidad, en los distintos programas de radio o televisión me tropiezo con el tertuliano y director del diario La Razón Francisco Marhuenda, me viene a la memoria la entrañable y obligada ausencia de aquel supuesto compañero de clase entrado en kilos, con gafitas, listillo y que en realidad nunca tuvimos la mala suerte de tener, a pesar de habérmelo imaginado a menudo zampándose unos suculentos bocadillos de mortadela en el recreo, bien alejado de todos nosotros, en un fresco rincón sombreado del patio del Colegio de San Fernando de La Cuesta.
Me enerva muchísimo tener que escuchar siempre en boca de Marhuenda, en cualquiera de sus alocuciones, ese ¿no? como coletilla, para él indispensable, al final de cada una de las frases u oraciones con las que interviene en las tertulias bien radiofónicas o televisivas. Ello me da derecho a pensar dos cosas: o que no se encuentra del todo seguro del papel público que desempeña como director de La Razón en beneficio del partido en el que milita o que con ese ¿no?, -que siempre tiene por costumbre-, sólo pretendiera demostrar una palpable forzada evidencia; como si el resto de contertulios no alcanzáramos a comprender del todo.
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