Mientras aguardaba impaciente a M.R, J.M. pidió su
botella.
-¿La de siempre, Sr.? –preguntó el camarero de
confianza-.
-Sí, ¡por favor! La de siempre.
Desde aquel discreto lugar, en el interior de La
Pocilga, sentado ante una mesita circular situada en un apartado rincón del
fondo casi en la penumbra, J.M. se sentía a gusto, máxime si se hacía acompañar
de aquella sencilla botella verde vejiga a la que se sentía tan ligado desde
hacía ya tantos años. Asiéndola suavemente por el cuello, J.M. la elevó como
siempre hasta la altura de sus ojos y comprobó una vez más su fecha de caducidad.
La descorchó con los dientes, ocultos éstos por el espeso bigote para, -girando
con energía la cabeza y escupiendo con fuerza el tapón muy lejos de sí-, darle
un tiento lento y largo en la medida que, perezosamente, inclinaba el codo
apuntando en dirección al techo oscuro.
El primer trago le había causado el efecto deseado
en tales circunstancias, cuando a solas los dos en aquel discreto lugar parecía
siempre creer que ella le hablaba con ternura y en voz baja.
-A pesar del mucho dinero de que dispongas, -creyó oirle murmurar-, aunque incluso logres ganar de nuevo las próximas elecciones presidenciales del país o te conviertas de pronto en el hombre más influyente de España, te juro, J.M., que nunca, nunca, sería capaz de abandonarte, -acabó por susurrarle-, mientras su enamorado bebedor le lamía con fruición el largo cuello desnudo-.
-A pesar del mucho dinero de que dispongas, -creyó oirle murmurar-, aunque incluso logres ganar de nuevo las próximas elecciones presidenciales del país o te conviertas de pronto en el hombre más influyente de España, te juro, J.M., que nunca, nunca, sería capaz de abandonarte, -acabó por susurrarle-, mientras su enamorado bebedor le lamía con fruición el largo cuello desnudo-.
-En el gollete, J.M., bésame en el gollete, -suplicaba
ella con trémula voz baja, hecha toda verde vejiga por fuera y completamente
húmeda por dentro.
En ese preciso instante hizo su aparición M.R., al
que J.M. llevaba esperando con insistencia desde que el camarero le trajera a
la mesa su botella preferida.
-Déjanos solos, ordenó de pronto J.M. a su botella,
apartándola discretamente con el codo, ante la inexcusable presencia de su
colega M.R.
-¿Cómo te encuentras, M.R.? –preguntó con sumo
interés por su salud su colega de partido J.M.
-No te lo creerás, J.M., pero a pesar de haberme
sometido a la exploración de un TAC en urgencias, de haber sido auscultado en
profundidad por el otorrino del hospital central, de consultar al oftalmólogo
en la clínica Barraquer, el único que, por fin, ha sabido dar con el origen de
las dolorosas cefaleas que, como bien sabes, vengo padeciendo día y noche desde
hace ya un mes, ha sido un médico de cabecera magrebí que ocupa plaza como
interino en la mutua privada de la que soy abonado. Y sirviéndose simplemente
de un diminuto inhalador con el que, por vía nasal, he necesitado aplicarme
sólo un par de pulverizaciones diarias ha conseguido que al cabo del segundo
día, los intensos dolores de cabeza que sufría a diario hayan remitido por
completo y, al parecer, para siempre.
-¿Te das cuenta, mi querido M.R., -reflexionó
asombrado J.M.- Si, -esto entre nosotros-, un sólo morito, valiéndose simplemente
de un diminuto inhalador ha sido capaz de conseguir tamaña proeza con tu ya de
por sí precaria salud, que no conseguirían algunos cientos de ellos si pudieran
disponer abiertamente de un arsenal de armas de destrucción masiva como, según
Bush, al parecer ya cuentan?
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