En la década de los años 70 del siglo pasado, la mayoría de jóvenes de aquella generación afincados en el Puerto de la Cruz podíamos de improviso padecer hambre, ganas de comer o, en última instancia, voraz apetito. Para saciar cualquiera de las tres modalidades mentadas acudíamos regularmente a CASA ANTONIO que no era precisamente un restaurante al uso sino, más bien, una casa de comidas con un menú diario bastante asequible al paladar y a los bolsillos de aquellos que como yo entonces trabajábamos por libre o para aquellos otros, recién llegados al Dorado (generalmente peninsulares), fotógrafos ambulantes, ociosos empedernidos, músicos de salón, vendedores ambulantes, acuarelistas, etc., etc.
CASA ANTONIO estaba situado en la esquina de la calle Mequinez con la de la calle que hoy no recuerdo y su propietario, Antonio, a mi juicio, llevaba el negocio con bastante acierto culinario y simpatía manifiesta. El personal, sin embargo, era escaso pero ROBERTO, su único camarero, se bastaba de sobras por sí solo y con cierta diligencia para atender las quince o veinte mesas repartidas en el comedor, derrochando al propio tiempo una capacidad infinita para la broma, el chascarrillo o la autoridad que, en ocasiones, manifestaba abierta y severamente cuando alguno de nosotros se pasaba de listo.
CASA ANTONIO estaba situado en la esquina de la calle Mequinez con la de la calle que hoy no recuerdo y su propietario, Antonio, a mi juicio, llevaba el negocio con bastante acierto culinario y simpatía manifiesta. El personal, sin embargo, era escaso pero ROBERTO, su único camarero, se bastaba de sobras por sí solo y con cierta diligencia para atender las quince o veinte mesas repartidas en el comedor, derrochando al propio tiempo una capacidad infinita para la broma, el chascarrillo o la autoridad que, en ocasiones, manifestaba abierta y severamente cuando alguno de nosotros se pasaba de listo.
Siempre tuve la intuición de que ROBERTO presumía en privado de seductor y por tal motivo yo tenía por costumbre llamarlo ROBERT (por Robert Taylor) aunque por el tamaño de sus orejas y el bigotito hubiera sido más acertado CLARK (por Clark Gable) pero eso hubiera sido un desdeño a su nombre de pila del que, al parecer, se sentía muy orgulloso.
Como casi siempre, yo acudía con mi cámara fotográfica de la que no me desprendía ni para comer. En una de aquellas ocasiones en la que me recomendara unas magníficas lentejas de primero, le tomé unas fotos en el comedor porque, al fin y al cabo, entre otras cosas y después de tantos años, también le había tomado gran afecto.
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