Julian, madrileño como José Carlos y gran amigo de este, también era pintor. Cultivaba el retrato al óleo primorosamente. Gran amante de la música y, en especial, del flamenco en cuya comunidad no solo era siempre bien recibido sino, además, aceptado.
Vivió en distintos sitios del Puerto pero, en cualquier caso, siempre en su casa había un espacio destinado a estudio y donde además de a los modelos, recibía a la totalidad de sus amigos, que eran muchos y distintos.
Por no extenderme demasiado, también apuntaré que Julián, junto a José Carlos y en mi compañía, fue protagonista de esa media docena de celebradas e inolvidables anécdotas de las que ya he hecho referencia en distintas ocasiones.
Julián poseía una personalidad tan inquietante que en ocasiones rayaba el desconcierto. Posiblemente ello se debía a una extraña habilidad que hasta entonces yo no había descubierto todavía y que jamás llegaría a descubrir si un buen día no me hubiera confesado la gran capacidad de poder hipnótico que era capaz de desarrollar.
En cierta ocasión en que nos encontrábamos reunidos en el estudio habilitado de su nuevo domicilio algunos músicos y otros tantos bailarines de flamenco, a Julian se le ocurrió la peregrina idea de demostrar su precisa y turbable habilidad y con el consentimiento previo del bailarín que se ofreció voluntario al ensayo consiguió dejar a este tan profundamente dormido que, antes de que se consumiera el minuto que el resto de los allí presentes habíamos puesto como condición previa a la sesión de hipnosis, ya había caido al suelo desde el sofá donde anteriormente había estado comodamente sentado. Naturalmente, cuando volvió en sí ni creyó ni se acordaba siquiera de lo que le había sucedido lo que despertó la hilaridad de todos los allí presentes.
Por último, recordar que, en el pequeño jardin que rodeaba la ermita de San Telmo, un intermediario vendedor de cuadros llamado Jesús, de origen gallego, solía exponer siempre, entre todos los demás, el retrato hiperrealista de un niño llorando y sobre cuyas mejillas resbalaban dos perfectas y cristalinas lágrimas de amargura. Ese "niño llorando" se convertiría, comercialmente hablando, en la obra cumbre de Julián y el cuadro, que además llegó a ser muy popular, conseguió también ser el que mejor y más rapidamente de todos se vendía por lo que no resultaba nada extraño escuchar al intermediario implorar, más que exigir al pintor una vez vendido el último, su nuevo "niño llorando", pues era realmente lo que le daba para seguir viviendo.
Vivió en distintos sitios del Puerto pero, en cualquier caso, siempre en su casa había un espacio destinado a estudio y donde además de a los modelos, recibía a la totalidad de sus amigos, que eran muchos y distintos.
Por no extenderme demasiado, también apuntaré que Julián, junto a José Carlos y en mi compañía, fue protagonista de esa media docena de celebradas e inolvidables anécdotas de las que ya he hecho referencia en distintas ocasiones.
Julián poseía una personalidad tan inquietante que en ocasiones rayaba el desconcierto. Posiblemente ello se debía a una extraña habilidad que hasta entonces yo no había descubierto todavía y que jamás llegaría a descubrir si un buen día no me hubiera confesado la gran capacidad de poder hipnótico que era capaz de desarrollar.
En cierta ocasión en que nos encontrábamos reunidos en el estudio habilitado de su nuevo domicilio algunos músicos y otros tantos bailarines de flamenco, a Julian se le ocurrió la peregrina idea de demostrar su precisa y turbable habilidad y con el consentimiento previo del bailarín que se ofreció voluntario al ensayo consiguió dejar a este tan profundamente dormido que, antes de que se consumiera el minuto que el resto de los allí presentes habíamos puesto como condición previa a la sesión de hipnosis, ya había caido al suelo desde el sofá donde anteriormente había estado comodamente sentado. Naturalmente, cuando volvió en sí ni creyó ni se acordaba siquiera de lo que le había sucedido lo que despertó la hilaridad de todos los allí presentes.
Por último, recordar que, en el pequeño jardin que rodeaba la ermita de San Telmo, un intermediario vendedor de cuadros llamado Jesús, de origen gallego, solía exponer siempre, entre todos los demás, el retrato hiperrealista de un niño llorando y sobre cuyas mejillas resbalaban dos perfectas y cristalinas lágrimas de amargura. Ese "niño llorando" se convertiría, comercialmente hablando, en la obra cumbre de Julián y el cuadro, que además llegó a ser muy popular, conseguió también ser el que mejor y más rapidamente de todos se vendía por lo que no resultaba nada extraño escuchar al intermediario implorar, más que exigir al pintor una vez vendido el último, su nuevo "niño llorando", pues era realmente lo que le daba para seguir viviendo.
Al libro que haces le faltan pocas o muchas vidas que plasmar. Cada día me sorprendo y me sorprenden de muy buen grado las vivencias no vividas por mí hasta el momento en el que las leo, pues los lugares sí que los veo.
ResponderEliminarHoy por esos mismos sitios otros andan y cantan nuevas aventuras. Sólo espero que tengan su Zoilo para que sus vidas no mueran al paso inexorable del tiempo.