PRÓLOGO
En la década de los años
cuarenta, concretamente en el año 1947, y a través de las ondas de Radio
Barcelona surge un espacio dirigido a un público femenino, de treinta minutos
de duración, con el fin de dar respuestas a los problemas planteados por
correspondencia a una supuesta experta, Doña Elena Francis quien, -intentando dar soluciones a las dudas,
consultas y confidencias planteadas-, contestaba a cientos de mujeres que
sintonizaban cada día con el programa. Las cuestiones planteadas abarcaban
desde los temas estrictamente domésticos hasta salud, belleza además de problemas sentimentales e incluso
psicológicos.
Dicho programa devino con el
tiempo en un auténtico fenómeno sociológico; hasta tal punto que la revelación
en el año 1982 de la inexistencia física del personaje causó una gran conmoción
en una sociedad española aún ingenua ante los nuevos artificios de los medios
de comunicación.
No cabe duda de que tal
revelación, desde el prisma que nos concierne, ESTUDIOS DE GÉNERO, constituyó
una gran paradoja por la que aquel programa, hoy día, no habría tenido la
difusión que en su momento tuvo.
No me quedaba otro remedio sino
escuchar aquel consultorio del que mi madre era asidua, pues sólo disponíamos entonces
de una habitación para cuatro personas y, por supuesto, de una única radio.
LA MASCARADA
Las clases en la Facultad sobre
ESTUDIOS DE GÉNERO, me han transportado de nuevo a aquella época por cuanto
entonces el concepto de MASCARADA ya permanecía latente en algunos de los
consejos de Doña Elena Francis, sobre todo en los casos relacionados con
encuentros sentimentales:
“…..no te muestres tal y como
eres, disfrázate de inocente e inofensiva, mi querida amiga, espera a estar
segura de los sentimientos que
mueven a ese joven del que me hablas y entonces podrás decidir por ti misma.
Juega tus cartas en tu favor y, de momento, oculta tu verdadero interés…….etc.,
etc.”
Por estas y otras razones que no
vienen ahora al caso, es probable que yo llegara a la adolescencia con la
creencia de que todas las chicas de mi edad, en el fondo, sólo actuaban pero lo que entonces no
imaginaba era que, en realidad, lo que ocurría era que estaban desarrollando un sutil
mecanismo de defensa frente a lo que ellas entendían, supongo, como machismo
involuntario por mi parte.
Sin embargo, me gustaría formular
ciertas dudas que entonces me planteaba en el terreno de la mera seducción,
sobre todo en una edad en que la líbido había alcanzado ya una cota importante
en mi subsconciente. Estas dudas surgían del hecho paradójico que se establecía
como consecuencia de la supuesta mascarada mostrada en aquel momento
por la chica que despertaba mi interés. Ello implicaba que su máscara
tan bien urdida despertara en mí una viva curiosidad por una
personalidad que, en el fondo, sólo consistía en una estrategia contra la ansiedad
y las
represalias que yo ignoraba pero que cuarenta años más tarde he logrado
comprender gracias a los textos de la psicoanalista Joan Rivière. En consecuencia,
o me sentía profundamente
defraudado cuando sólo era la máscara la que respondía a mis
expectativas o, por el contrario, sumamente feliz al comprobar que bajo tal máscara
adoptada surgía algo emocionalmente mejor.
En el peor de los casos se
establecía una dolorosa dicotomía entre lo que se era y lo que se aparentaba.
De manera que, en un sentido, la mascarada
resultaba sumamente atractiva siempre que la imaginación de la chica
supiera conjugar esas medias verdades que en ocasiones se
desprenden de los flirteos entre actores que no se conocen de nada.
Por el contrario, como ya he
dicho antes, la decepción era mayúscula al no encontrar bajo la máscara
el menor asomo de parecido con la ficción que se había planteado a priori.
Naturalmente, he de confesar que
yo me sentía totalmente confundido al no poder distinguir entonces el fenómeno
que se estaba operando en la personalidad de las jóvenes de mi entorno y, en
consecuencia, de mí época, década de los años 60 del siglo pasado.
Parece ser que en la amenaza de la
castración y la noción de envidia del pene hay que encontrar,
precisamente, los argumentos que se postulan en relación a la definición de feminidad
afín de establecer con exactitud la línea que distingue a ésta de la máscara.
La conclusión, según Rivière, es que
no existe tal distinción: feminidad y máscara son una misma
cosa.
Pese a que feminidad y máscara
son una misma cosa, la máscara no necesariamente es intrínseca de la feminidad sino que se ha
interiorizado a través de un guión vinculado a códigos normativos, sociales y
ontológicamente endebles. Aún así, la máscara no sólo ha sido puesta en
relación con la feminidad sino también con el género como sistema
histórico que configura feminidades y masculinidades.
Por último me gustaría
establecer, según el diccionario de Lengua Española de la Real Academia, la
distinción entre femineidad y feminidad:
FEMINEIDAD: Cualidad de
femenino
FEMINIDAD: Cualidad de femenino y, además, estado anormal del varón
en que aparecen uno o varios caracteres sexuales femeninos
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