Desde mediados del siglo XX ya se venía anunciando que las distancias, a partir de aquel momento, habría que empezar a considerarlas en Km/hora (kilómetros por hora). Se daba ya por hecho que la velocidad había sustituido finalmente al concepto de larga distancia calculada en kilómetros. Y en ello se afanaba la industria, sobre todo la automovilística, en considerar que a mayor velocidad de sus vehículos fabricados, menores resultaban las distancias entre dos puntos. Distancias más cortas en el tiempo que no en el espacio, -todo hay que decirlo-.
Los niños de La Cuesta nos sentábamos por la tarde en una acera paralela a la entonces carretera general que llevaba al norte de la isla y desde allí jugábamos a calcular las distintas velocidades que alcanzaban los numerosos vehículos que entonces subían o bajaban por ella. En alguna ocasión llegamos a considerar que un determinado coche había alcanzado la escalofriante velocidad de cien kilómetros por hora lo que, a la postre, significaba que había logrado el máximo establecido por un motor de cuatro tiempos. De modo que a todo aquello que nos parecía que se movía con inusitada velocidad decíamos siempre que iba a cien por hora. Por ejemplo, la velocidad alcanzada por un balón de futbol impulsada por un profesional, la munición de una escopeta de balines al ser disparada, un amigo que pasaba a toda velocidad camino del colegio, etc., etc. En aquel entonces no concebíamos que existiera nada que superara aquella mítica velocidad.
Una vez jubilado, decidí “sacarme” el carnet de conducir. Hasta entonces no lo había necesitado porque nunca con anterioridad tuve vehículo. Ahora que dispongo de uno, alcanzar con él los cien kilómetros por hora, me parece más que suficiente para la poca prisa que tengo por llegar a los sitios que me interesan. Y ello se debe a que aún conservo aquel esquema mental de niño por el que no mido las distancias en kilómetros por hora en función del tiempo sino que lo hago todavía en función del espacio que media entre ambos puntos: entre el de partida y el de destino. Naturalmente que ello me obliga a administrar el tiempo de distinta manera. Prever, sobre todo, el tiempo que tardaré en llegar a donde pretendo si me muevo a cien kilómetros por hora y, -en función de ello-, adelantar convenientemente la hora de salida para llegar a la hora prevista a mi destino a una velocidad constante y sin sobresaltos. Así de sencillo.
Una vez jubilado, decidí “sacarme” el carnet de conducir. Hasta entonces no lo había necesitado porque nunca con anterioridad tuve vehículo. Ahora que dispongo de uno, alcanzar con él los cien kilómetros por hora, me parece más que suficiente para la poca prisa que tengo por llegar a los sitios que me interesan. Y ello se debe a que aún conservo aquel esquema mental de niño por el que no mido las distancias en kilómetros por hora en función del tiempo sino que lo hago todavía en función del espacio que media entre ambos puntos: entre el de partida y el de destino. Naturalmente que ello me obliga a administrar el tiempo de distinta manera. Prever, sobre todo, el tiempo que tardaré en llegar a donde pretendo si me muevo a cien kilómetros por hora y, -en función de ello-, adelantar convenientemente la hora de salida para llegar a la hora prevista a mi destino a una velocidad constante y sin sobresaltos. Así de sencillo.
Por último, me gustaría señalar que, gracias a la todavía escasa experiencia adquirida al volante, -a mi modo de ver-, a cada paisaje por el que atravieso en carretera, le corresponde una velocidad distinta cada vez. Una velocidad siempre acorde con la naturaleza que me rodea y que se desplaza ante mí. Una velocidad que nunca superará, mientras pueda, aquellos cien kilómetros por hora que tanto me impresionaron cuando niño.
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