A través de un orificio en las tejas, un hilo de luz amarilla y
perpendicular atravesaba el sombrío y húmedo espacio de la buhardilla para
posarse e iluminar a la vez aquel apetitoso taco de Gruyere dispuesto
sospechosamente sobre el suelo. Desde una cierta distancia los ratones ya
habían detectado el aroma de aquel diamante holandés en bruto sin apercibirse
siquiera que aquella penumbra circundante escondía en las sombras un
sofisticado y peligroso mecanismo de muelle tensado de gran potencia y pasador
disimulado por aquel vibrante trozo de queso del que nunca llegaron a sospechar
el alcance de sus consecuencias.
Después de deliberar
en silencio entre ellos durante un buen rato, optaron raudos, todos a una, por
dirigirse hacia aquella suculenta representación láctea de su República
Independiente sin ni siquiera imaginar todo lo que habría de suceder a
continuación y que a la postre se saldaría con un estrepitoso fracaso de
organización como consecuencia, -y merced a aquel señuelo-, de no haber
previsto con la suficiente antelación los riesgos que entrañaba aquella
deliciosa degustación en grupo.
Cuando confiados, los Jordis, ignorando el peligro en ciernes, cautelosos se
aproximaron al Gruyere, seguidos de cerca por el resto de roedores y
consiguieron por fin acariciar aquel tierno diamante amarillo,
automáticamente, el pasador que sostenía el queso fresco liberaría sin
dificultad el potente muelle tensado y la metálica ratonera, representación
tramposa del 155, saltando por los aires, se llevaría por delante a la mayoría
de ratoncillos sin apenas haber tenido tiempo siquiera de probar bocado. Sólo
se puso a salvo el único ratón colorado que como todo el mundo sabe es el más
listo de todos los roedores de su especie. Esa misma tarde, mientras sus
colegas entraban por parejas en otras tantas ratoneras metálicas del Estado, el
astuto ratón colorado huiría a toda prisa para ocultarse rápidamente entre los cientos de miles de coles de Bruselas.
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