Hoy hemos conocido a
través de un medio de comunicación de toda solvencia que cada mes y durante
aproximadamente unos veinte años un ciudadano anónimo que responde a las siglas
de J.L. retiraba con regularidad de una ventanilla de una sucursal de Bankia un
sobre blanco que, al parecer, contenía cada vez distintas cantidades de dinero
procedentes de otras tantas comisiones dedicadas a la supuesta financiación de
las muchas campañas del Partido Popular organizadas durante las elecciones. La
noticia, por su carácter estrictamente anecdótico, resulta de lo más
interesante por cuanto y según el personaje sus cobros fueron logrados como
consecuencia de un cúmulo de casualidades que nada tenían que ver con la
verdadera intención que lo llevó aquel primer día hasta la sede de Bankia en
Madrid.
Madrid, 2 de Julio de
1996
J.L, residente en
Barcelona pero de vacaciones aquel verano en Madrid, dirigió sus pasos hacia la
sucursal de Bankía más próxima a su domicilio. Atravesó el vestíbulo y esperó
su turno ante la raya amarilla trazada sobre el brillante suelo de la entidad.
Como quiera que ningún empleado le llamara, impaciente decidió acercarse al
mostrador y preguntar en tono jocoso al cajero de turno:
-¿Tenemos para rato?
-Algo hay, -contestó el
cajero sin apartar la mirada de la pantalla encendida del ordenador-
-¿Mucho? –inquirió
sonriente J.L.
-¡Cuatro meses!
-contestó el empleado mientras le extendía sobre el mostrador un sobre blanco
con membrete en el que podía leerse sin dificultad Rolls Royce, escrito con
rotulador a grandes y gruesos caracteres de color negro.
La intención de J.L. al
llegar a ventanilla no era precisamente aquella primera inicial pero su
curiosidad pudo mucho más que la necesidad del momento por lo que decidió
volver sobre sus pasos y abandonar el Banco definitivamente. Una vez en el
exterior buscó refugio de la cegadora luz de la mañana cobijándose al amparo de
la sombra que le proporcionaba un gigantesco platanero del paseo. Levantó la
solapa del sobre y en su interior descubrió cuatro mil euros en ocho billetes
de quinientos. No le cabía duda de que, sin pretenderlo en absoluto, había dado
con una contraseña secreta establecida que le habría facilitado en el futuro el
cobro inmediato de ciertas comisiones previstas por alguien interesado a través
de aquella fraudulenta entidad bancaria.
Atando cabos sueltos
llegó a la conclusión de que la contraseña pactada pudo haber sido,
precisamente, aquella primera frase que articulara al principio, fruto de la
casualidad, frente a la ventanilla del cajero: ¿Tenemos para Rato? Con toda
seguridad, el empleado, de su propia cosecha, habría interpretado la inicial de
“rato” con la mayúscula que corresponde a todos los nombres propios y el
milagro se habría obrado en su presencia. Los meses que según el cajero
declaraba de espera, se corresponderían así mismo con el número de miles de
euros depositados en el interior del sobre. Y por último, si a ello se le suma
que las iniciales de Rolls Royce son dos erres, podrían muy bien resultar éstas
la clave que encerrara la auténtica identidad de Rodrigo Rato. Como
consecuencia de todo ello, J.L. se habría convertido por error y sin quererlo
en su correo, lucrándose así en su propio beneficio durante veinte años.
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