Cuando era bien niño y de eso hace ya muchísimo, me sentía seguro de poseer a aquella edad todavía tan temprana, no sólo sentido crítico (de las cosas, según mis padres) sobre los distintos acontecimientos que atañían a mi modesta comunidad sino que, además, ya era capaz de formarme una sólida opinión de los mismos si exceptuamos, naturalmente, todo lo concerniente al sexo y todas sus implicaciones. Sin embargo, jamás hacía públicas mis amargas conclusiones porque los niños bien educados, como era mi caso, no debían ir por ahí haciendo alarde de tan temprana madurez ante los incrédulos vecinos de tu estrafalario barrio. De lo que no me importaba jactarme públicamente, si se daba el caso, era de ser un hijo honesto, obediente y disciplinado además de, según mis padres, pobre pero honrado.
Y, sin embargo, el “pero” que se le podía atribuir a un rico de entonces era, precisamente, no ser honrado. Llegué pues a la conclusión de que la paciencia no era en sí misma un atributo que valiera por sí sólo para distinguir a la poca gente rica de la época porque pese a estar yo convencido de que si se lo proponía, cualquier buen hombre, con el tiempo, podría muy bien, trabajando honradamente, amasar también una considerable fortuna, no imaginaba en absoluto que siendo el tiempo oro, como en tantas ocasiones había escuchado durante mi corta existencia, para abreviarlo al máximo y enriquecerse también al máximo y al mismo tiempo, hubiera sido del todo necesario ser descaradamente deshonesto.
Y siendo tan intuitivo con aquella edad, llegué a preguntarme sin reparos lo siguiente, en relación directa con lo expuesto anteriormente: ¿Por qué la Virgen se aparecía siempre en medios frecuentemente rurales y ante adultos o niños tan necesitados? Lourdes, Fátima, Candelaria, etcétera. Pues para advertirnos de que la gente pobre, si se mantiene honrada a lo largo de su vida, podrá sin ningún obstáculo alcanzar la Gloria mientras que para un rico, la dificultad sería tanta como aquella que le depara a un camello para tratar de pasar por el ojo de una aguja.
He de confesar, no obstante, que para la aparición en la arena de la Virgen de Candelaria a los guanches no he encontrado todavía explicación válida. ¿Por qué a los guanches y no a los capitanes, prelados, capellanes, adelantados y a muchos otros conquistadores de catolicidad probada? ¿Quizás porque los aborígenes eran especialmente honrados pese a poseer bien poco
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