Solo un sector de LA SANTA MADRE IGLESIA vista por Zoilo López
En cierta ocasión y coincidiendo con uno de mis numerosos viajes universitarios a Roma como Licenciado en Historia del Arte, conseguí sorprender sin querer, -en los lavabos públicos del Museo Vaticano-, al mismísimo Santo Padre masturbándose sin piedad, compulsivamente, como un poseso, frente al gran espejo que cubría toda una pared del enorme cuarto de baño del recinto.
-¿Pero que hace, Santo Padre?, ¿no comprende la cantidad de vida que esta Vd. despreciando en este preciso momento?, -le amonesté.
-¡Per favore!, ¡prego!, no me moleste Vd. ahora, Sr. Licenciado. Ya hablaremos cuando acabe lo que, muy en breve, estaré a punto de descubrir -respondiome jadeando el Vicario de Cristo en la Tierra.
Armado de una Santa Paciencia que ni p'a qué, hube de aguardar aún alrededor de, aproximadamente, quince minutos más hasta que su sagrada eyaculación pusiera fín a aquel bochornoso espectáculo tan dantesco como soberbio y tan morboso a la vez.
Con una descarada expresión de placer, corrigiéndo con ámbas manos la posición ladeada del blanco bonete sobre su oblonga cabeza, acudía ahora a mi encuentro con una hipócrita sonrisa mal dibujada en su rostro e interrogándome desde la media distancia acerca de cual era la naturaleza real de mi pregunta y a que se debía el honor de tan inoportuna visita.
-¿No cree Vd. Santo Padre que la masturbación, sobre todo la masculina, es tanto como contribuir a un acto de negación a la vida y por ende susceptible de ser tan criticada y en la misma medida en la que pueda serlo también, siempre según la prescripción de la Iglesia, la interrupción voluntaria del embarazo entre las mujeres?.
-De ninguna manera, -repondió categoricamente Su Santidad. El onanismo, -prosiguió- no constituye necesariamente en sí mismo un desprecio por la vida por cuanto el vientre femenino no participa directamente de él y en consecuencia etc., etc., etc...................
Con ámbas manos enlazadas y cruzadas por las palmas a la altura del pecho, hablaba y hablaba sin parar, como si del más eminente de los ginecólogos del mundo conocido se tratara, en lugar de hacerlo pausada y cristianamente tal y como como debiera corresponder al más alto dignatario que en realidad era de la Iglesia Católica Apostólica y Romana.
Cuando por fín hubo guardado silencio, volví a la carga más bién con una acusación formal que con una benevolente nueva pregunta:
-¿No siente Vd. vergüenza alguna de su propio comportamiento al ser sorprendido in fraganti públicamente, beneficiándose de un placer que solo debiera corresponderles o estarles exclusivamente destinado a la mayoría de los hombres que, por culpa de Su Santidad y temiendo dejar embarazadas a sus propias mujeres, deben de recurrir a aquello de lo que Vd. también se aprovecha en beneficio propio?. Admita Su Santidad, -continué persuasivo,- que las mujeres puedan ser libres de una vez por todas y para siempre de poder elegir la propia interrupción de su embarazo de la misma manera que ellas admitirían que fuera Vd. libre de ir masturbándose sin cesar y sin recato, cuantas veces al día lo estime oportuno, clandestinamente o en público, de día o de noche si fuera preciso, por las cuatro esquinas de sus lujosos palacios, por cualquiera de los muchos rincones de las memorables capillas, incluida la SIXTINA o por todas esas románicas nauseabundas cloacas y pestilentes barrocos retretes cuyos tronos la Santa Madre Iglesia preside y que con tanto mimo pone a nuestra entera disposición para destinarlos adecuadamente a nuestras más perentorias necesidades entre las vastísimas y lujosas dependencias de las que se compone su hermética y piramidal Ciudad Santa sobre la que se asienta el firme estado del Vaticano.