¡¡Tierra a la vista!!, -gritó repetidas veces el vigía de turno desde la cofa del palo mayor del Queen Mary.
Una tenue mancha vertical y plana se hacía cada vez más visible en lontananza. Para el ocaso faltaban aún un par de horas pero ya el azul del cielo comenzaba a teñirse de aquel otro caliente color naranja que, por estas latitudes, precede siempre a la fascinante hora del crepúsculo. La temperatura, muy benigna; ni demasiado frio ni tampoco demasiado calor. A la repentina voz del vigía, la marinería, vocinglera como siempre, había cruzado a toda prisa la cubierta para acodarse comodamente a lo largo de la amura de estribor tratanto cada uno de descifrar el valor absoluto de aquella mágica silueta suspendida sobre la delicada línea del horizonte. Alguien que en otras ocasiones habría ya navegado sobre aquellas tranquilas aguas del Atlántico, se dirigió con autoridad al resto de la tripulación para advertirles: ¡TENERIFE!.
Durante tan larga travesía sobró tiempo para crear y tener a punto el día del desembarco dos muñecos (machangos en el argot) a tamaño natural confeccionados con trozos de viejas velas y restos de enmohecidas maromas de diverso diámetro. Los encargados de vestir a la desmadejada y blanda pareja pusieron toda la imaginación de la que eran capaces como para terminar coronándoles con dos viejos pero soberbios sombreros de fieltro encontrados en el interior de un baul abandonado en un rincon del sollado, provocando las carcajadas de la concurrencia. A pesar del empeño con que se tomaron su entretenido y, en apariencia, divertido trabajo, ignoraban por completo el destino que les esperaba ya no solo a ellos mismos sino además a aquellos otros dos inanimados monigotes (machangos en el argot) recién terminados hoy con tanto esmero. Lo único que sí sabían por ahora sus creadores es que, una vez convenientemente pintados y por orden expresa del capitán, fueran cuidadosamente depositados en el fondo de una de las chalupas salvavidas de babor dispuesta a tal efecto sobre cubierta del barco; y así lo hicieron.
Aquella misma tarde, el capitán, cuyo verdadero nombre, por razones obvias de seguridad, ocultaba bajo el atractivo "alias" de EL NEGRO, mando reunir con urgencia a la totalidad de la tripulación sobre cubierta, ante el castillo de proa. Cuando hubieron cesado los murmullos provocados por la sorpresa entre la agitada tripulación, dirigiose entonces, categoricamente a ellos, en una breve pero contundente alocución en los siguientes términos:
-¡Marineros!: -gritó amenazante EL NEGRO con un profundo vozarrón castigado por más años de rancio aguardiente que por menos de excelente ron antillano- no os hagais ilusiones respecto a la posibilidad de poder desembarcar mañana-.
Después de una larga pausa que aprovechó para medir mejor el alcance exacto de sus certeras palabras, prosiguió:
-Una determinada y secreta misión nos lo impide, incluso a mí mismo. Por lo tanto espero de todos Vds. la máxima colaboración y total discreción por el éxito de la delicada misión que la Royal Navy nos ha honrado en confiarnos. Así es que, esta noche, nos mantendremos al pairo y antes del amanecer fondearemos en una rada próxima, a unas millas escasas de donde nos encontramos ahora-.
Y dando por termina su concisa pero eficaz arenga, ordenó con autoridad:
-¡Ahora, todos a sus puestos!
....continuará